Está la América que lo persigue, y la que lo apoya. Fidel Castro juzgó que Julian Assange había puesto a Estados Unidos moralmente “de rodillas” (1) desde 2010, cuando WikiLeaks dejó al planeta conmocionado al hacer público un aluvión de documentos clasificados. “Está demostrando que el más poderoso imperio que ha existido en la historia podía ser desafiado”, escribió el dirigente cubano. “Debo felicitar a los de WikiLeaks por su valor y su coraje”, encareció por entonces el presidente venezolano Hugo Chávez, que dijo “temer por la vida” del denunciante australiano (2). “Ha puesto al desnudo una diplomacia que parecía intocable –comentó Luiz Inácio “Lula” da Silva, antes de concluir–: El culpable no es el que divulga [los cables diplomáticos], sino quien los escribe” (3). Por lo demás, el Ecuador de Rafael Correa concedió asilo a Assange en su embajada de Londres, donde permaneció recluido de 2012 a 2019.
Aún hoy, una gran parte de los gobernantes latinoamericanos apoya al periodista, preso desde hace casi cuatro años en una cárcel londinense de alta seguridad, en espera de la decisión sobre su extradición a Estados Unidos, una amenaza que cobra peso día tras día: puede enfrentar hasta 175 años de cárcel. Mientras varios gobiernos estadounidenses y sus servicios de inteligencia lo acosan financiera, física y jurídicamente desde hace trece años, en la actualidad nueve jefes de Estado latinoamericanos solicitan su liberación: Xiomara Castro (Honduras), Andrés Manuel López Obrador (México), Daniel Ortega (Nicaragua), Miguel Díaz-Canel (Cuba), Nicolás Maduro (Venezuela), Gustavo Petro (Colombia), Luis Arce (Bolivia), Alberto Fernández (Argentina) y Luiz Inácio “Lula” da Silva (Brasil). Este último acaba incluso de proponer que le concedan a Assange el Premio Nobel por haber “arrojado luz sobre los chanchullos de la CIA” (RT, 6 de enero de 2023). Por su parte, el presidente mexicano, también conocido como AMLO, propuso brindarle “protección y asilo” (4). En una carta dirigida al presidente Joseph Biden, aboga en favor de Assange afirmando que “no cometió ningún delito grave, no le causó la muerte a nadie, no violó ningún derecho humano y ejerció su libertad, y que detenerlo iba a significar una afrenta permanente a la libertad de expresión” (5).
Para explicar esta movilización, la periodista chilena Daniela Lepin Cabrera sostiene que “la mayor parte de los dirigentes no tienen gran cosa que perder, ya que sus relaciones con Estados Unidos no son de lo más fluidas”. Para Renata Ávila, abogada guatemalteca y amiga de Assange, la posición latinoamericana trata de ser “digna e igualitaria”, y las acciones en apoyo al fundador de WikiLeaks constituyen “un mecanismo para señalarle sus responsabilidades a Estados Unidos, que no deja de apuntar con el dedo a los países latinoamericanos sobre temas relacionados con la libertad de expresión, haciendo uso de una enorme incoherencia y sin fijarse en sus propios actos”. “En cierto modo, si no fuera por América Latina, Assange ya estaría en Estados Unidos”, concluye Daniela Lepin.
“Lo que me llama la atención de América Latina es que nunca he tenido la necesidad de convencer a nadie de lo que la CIA es capaz de hacer en materia de injerencias, de secuestros y de asesinatos políticos”, comenta Kristinn Hrafnsson, el redactor jefe de WikiLeaks. Los cables de la diplomacia estadounidense hechos públicos por WikiLeaks en 2010 confirman lo que la izquierda latinoamericana lleva mucho tiempo denunciando: el frenético intervencionismo estadounidense en su “patio trasero”. Los documentos publicados muestran que, en 2004, William Brownfield, embajador estadounidense en Caracas, resumió en cinco puntos la estrategia de su embajada contra el Gobierno de Hugo Chávez: “1) Fortalecer las instituciones democráticas; 2) Penetrar en la base política de Chávez; 3) Dividir el chavismo; 4) Proteger las empresas estadounidenses vitales, y 5) Aislar a Chávez a nivel internacional” (6).
Los cables sobre Bolivia son igual de elocuentes. Cuando en 2006 Evo Morales fue elegido presidente con la promesa de luchar contra la pobreza y el neoliberalismo, el embajador estadounidense fue a hacerle una visita muy particular. “Habría podido ser una escena de la película El Padrino”, ironizan Dan Beeton y Alexander Main, del Centro de Investigación en Economía y Política (CEPR, por sus siglas en inglés), que realizaron un trabajo de escrutinio de los documentos. El embajador explica: si Bolivia quiere seguir beneficiándose de los préstamos internacionales, debe dar pruebas de buena voluntad. “Cuando usted piensa en el Banco Interamericano de Desarrollo [BID], debería pensar en Estados Unidos –espeta el embajador al nuevo mandatario boliviano–. No se trata de chantaje, es la pura realidad”. Ante la indiferencia mostrada por Evo Morales, el Departamento de Estado se aplica a reforzar la oposición boliviana a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). Para lograrlo, riegan de dólares a organizaciones locales opuestas a Morales, según un cable de abril de 2007 difundido por WikiLeaks. Un año después, estalla una rebelión que se salda con al menos veinte víctimas mortales entre los partidarios del presidente. Otro documento revela que Washington contempló entonces varias posibilidades para derrocar, e incluso asesinar, a Evo Morales. Los cables diplomáticos dejaron constancia de que se había recurrido a métodos similares entre los años 2000 y 2010 en Nicaragua, Ecuador… Como señalan los dos analistas del CEPR, los cables deberían convertirse en “una lectura obligatoria para los estudiantes de la diplomacia estadounidense y para quienes desean comprender cómo funciona en realidad el sistema estadounidense de ‘promoción de la democracia’”.
Sin embargo, Assange y sus colegas no seleccionaron sus publicaciones para poner en aprietos únicamente a Estados Unidos. Las revelaciones de WikiLeaks concernían al mundo entero. Algunas de ellas incluso suscitaron cierto malestar entre las filas de la izquierda latinoamericana. Como cuando los venezolanos se enteraron de que los servicios de inteligencia cubanos asesoraban directamente al presidente Chávez en las propias barbas del Sebin (el servicio de inteligencia venezolano). O cuando Nelson Jobim, ministro de Defensa de Lula, informó a diplomáticos estadounidenses de que Evo Morales estaba aquejado de un tumor canceroso en la nariz (información desmentida por el presidente boliviano). En la misma serie de revelaciones uno podía enterarse de que Chávez “animó” a Morales a nacionalizar los hidrocarburos bolivianos en 2006, lo que generó tensiones con Brasil, ya que la medida afectaba a 26 empresas extranjeras, entre ellas la corporación brasileña Petrobras.
“A Wikileaks hay que hacerle una estatua”, declaró Fidel Castro a raíz de las grandes revelaciones de 2010. Cinco años después, desde su asilo en la Embajada ecuatoriana de Londres, Assange comparó el trato que se le daba con el recibido por Cuba: “Cuando uno lee los documentos internos de la Casa Blanca y del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, se da cuenta de que la cuestión no era en sí Cuba; en realidad, [a Estados Unidos] no le preocupaba tanto Cuba. Ahora bien, les preocupaba el ejemplo de Cuba para el resto de América Latina. Si los demás países veían que se podía […] luchar impunemente por la independencia, se pondrían a hacer lo mismo, y eso habría supuesto un gran problema. La misma actitud muestran hacia WikiLeaks. No quieren que exista un ejemplo de que se logra complicarle la vida al poder establecido de los servicios de inteligencia, el Ejército y la diplomacia estadounidense. De ahí su propósito de disuadir a todos de seguir nuestro ejemplo” (7).