25 años después del bombardeo de la OTAN a Yugoslavia: la hiperpotencia en declive
En su primer viaje, la tripulación de Simbad el Marino decidió calar su barco cerca de una isla, ajenos a que la isla era, en realidad, una enorme criatura marina. Cuando los marineros encendieron sus fogatas, la criatura notó el calor y se hundió en las profundidades. En el caos resultante, la tripulación consiguió llegar al barco y zarpar, pero Simbad fue arrojado al mar, sobreviviendo únicamente gracias a que se aferró a un trozo de madera que flotaba. Ernst Jünger recuerda esta historia en Sobre el dolor, donde escribe que “nosotros nos encontramos en una situación en la que hemos estado vagando durante mucho tiempo sobre un mar helado, cuya superficie comienza a resquebrajarse en grandes placas de hielo debido al cambio en la temperatura.” “De manera similar”, continúa, “la superficie de ideas abstractas comienza a ser frágil, y la profundidad de la sustancia, que siempre ha estado presente, brilla débilmente a través de las grietas y resquicios.”
En este contexto, la superficie es el derecho internacional, la sustancia, la violencia estatal. El año pasado fue, por muchos motivos, dramático en este sentido y este 2024 no parece que vaya a ser mucho mejor. En su último barómetro —publicado en mayo de 2023 y referente al 2022—, el Instituto para la Investigación Internacional de Conflictos de Heidelberg (HIIK) registró un total de 316 conflictos en el mundo, un 60% de los cuales tenían un carácter violento. Ante un panorama así, un artículo como éste puede parecer algo secundario. Con todo, el 25º aniversario de la agresión de la OTAN contra Yugoslavia permite poner las cosas en perspectiva histórica y merece ser recordado.
Como quiera que hace cinco años ya escribí para este mismo medio sobre este episodio —volviendo ahora a buscar aquel artículo veo que es uno de los que más comentarios ha recibido, entre ellos unos cuantos improperios y descalificaciones sin base hacia su autor—, no me extenderé sobre esta cuestión demasiado. Lo que acaso convenga más recordar hoy, a la luz de los acontecimientos en marcha en diversos puntos del planeta, es sobre todo cómo la Alianza Atlántica llevó a cabo el bombardeo sin una autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, por lo que, en arreglo a la Carta de las Naciones Unidas, puede considerarse como una agresión contra un estado soberano. Entonces se argumentó que ésta, a diferencia del resto, era una “intervención humanitaria” —por qué no hubo ni antes ni después “intervenciones humanitarias” occidentales en otros puntos del planeta en los que sus élites no tenían intereses políticos y empresariales inmediatos es algo que no nos explicaron—, y al servicio de esta se desplegó una campaña de presión a la opinión pública o, por usar una expresión más técnica, de “gestión de la percepción”, para conseguir su aquiescencia.
Este derecho a la intervención unilateral, por lo demás, había sido rechazado décadas atrás por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en su sentencia sobre el canal de Corfú, un conflicto territorial que enfrentó al Reino Unido con la República Popular de Albania. Tras registrarse varios incidentes entre buques de la Royal Navy y la Marina albana, Reino Unido realizó una operación en aguas territoriales albanas para dragar minas sin autorización de Tirana. Por citar de nuevo aquel artículo:
En su sentencia, los magistrados de la CIJ rechazaron la línea de defensa británica al considerar “el supuesto derecho de intervención exclusivamente como manifestación de una política de fuerza como las que en el pasado han dado pie a los más graves abusos y, en consecuencia, no puede, cualesquiera sean los defectos actuales en la organización internacional, encontrar lugar en la legislación internacional”. Según la CIJ, “la intervención es acaso aún menos admisible en la forma particular que asumiría aquí, pues, por la naturaleza de los hechos, quedaría reservada a los estados más poderosos y conduciría fácilmente a la perversión de la justicia internacional misma. El representante de Reino Unido, en su documento de respuesta, ha clasificado la Operación Retail como un método de autoprotección o autodefensa. La Corte no puede aceptar tampoco esta defensa”. La sentencia de la CIJ de 1949 sirvió de base para el juicio que enfrentó a Nicaragua contra EEUU en 1986 tanto por el apoyo estadounidense a la Contra como por haber colocado minas en sus aguas territoriales y haber violado su espacio aéreo.
La hiperpotencia en declive
Casi 75 años después de aquella sentencia de la CIJ, hoy vivimos en esa “perversión de la justicia internacional misma”. La elite política y económica rusa, siempre atenta a las acciones de su rival histórico, ha aprendido las lecciones de las intervenciones militares estadounidenses en los Balcanes, en Afganistán, en Iraq y en otros tantos lugares para aplicarlas en Ucrania: sin una declaración de guerra formal —los documentos oficiales y los medios de comunicación rusos emplean la expresión “Operación Militar Especial” (SBO)— y con una de las partes arrogándose el derecho a desarmar a la otra. Efectivamente, otros estados pueden sentirse hoy tentados de resolver sus propios conflictos territoriales recurriendo al uso de la fuerza de manera unilateral, gracias a que los Estados Unidos abrieron la puerta a ello en 1999 liderando la agresión militar contra Yugoslavia.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? La respuesta podría resumirse con el antiguo concepto griego de hibris, con el que se describe un comportamiento que mezcla la arrogancia y un exceso de confianza en sí mismo. La hibris lleva a quien lo afecta a desafiar las normas sociales y los dioses, conduciendo en última instancia a su propia desgracia. Como es notorio, la desintegración de la Unión Soviética en 1991, y del orden mundial en gran medida bipolar que existió entre 1948 y 1991, y del sistema de equilibrios que le era propio, convirtió a EEUU en potencia hegemónica, en solitario y aparentemente sin contrincantes en el horizonte. El a la sazón ministro de Exteriores francés Hubert Vedrine llegó a calificar entonces a los Estados Unidos de “hiperpotencia”.
La (falsa) conciencia de no poseer rivales inmediatos a sus intereses llevó a las elites estadounidenses a adoptar posiciones cada vez más agresivas en política exterior. Significativamente, estos días se ha desenterrado una comparecencia del 20 de junio de 1997 del entonces senador de Delaware Joe Biden sobre la ampliación de la OTAN en la que éste bromeaba sobre la eventual aproximación entre Moscú y Beijing como consecuencia. “Y si eso no os funciona, intentadlo con Irán”, apostilló Biden, causando risas entre los periodistas. Pero en 25 años eso es exactamente lo que ha pasado: como recogía Wolfgang Münchau en EuroBriefing, el comercio entre Rusia e Irán, dos de los países más sancionados del mundo, florece. Las exportaciones iraníes a Rusia han sobrepasado los dos mil millones de dólares y el volumen del comercio bilateral ascendió en 2023 a los 4.900 millones de dólares, según cifras de la Cámara de Comercio de Teherán. Esta relación comercial, detallaba Münchau, viene facilitada por la interconexión entre los sistemas bancarios iraní (Sepam) y ruso (SPFS) creados para sortear las sanciones occidentales.
"Después de décadas de guerra en Oriente Medio, los estadounidenses están simplemente habituados a oír sobre bajas en lugares que nunca han oído y que tampoco les importan”, escribe un comentarista conservador
Aquella “hiperpotencia” ha perdido hoy claramente su vigor. Será materia de debate entre los historiadores del futuro cuándo comenzó con mayor o menor exactitud este declive, que puede extenderse durante décadas. El periodista Mark Ames, por ejemplo, situó este momento en 2005, cuando Rusia intervino en el conflicto entre Georgia y Abjasia y Osetia del Sur a favor de estas últimas. “Hemos entrado en un momento peligroso en la historia”, escribió Ames, “unos Estados Unidos en declive están reaccionando histéricamente, aullando y chillando y montando un escándalo, desesperados por demostrar que aún tienen dientes”. “Y los tiene”, se apresuraba a añadir, “pero no de la vieja manera dominante que EEUU quiere o cree tener.” “La historia”, sentenciaba Ames, “muestra que es en este momento, cuando [un país] se desliza hacia el declive y la humillación, cuando se toman las peores decisiones, tan estúpidamente destructivas que harán que la campaña de Iraq parezca un ejercicio de entrenamiento con autos de choque en comparación.”
En cualquier caso, esta incómoda realidad es insoslayable. Quedó plasmada en la fotografía granulosa del teniente general Christopher T. Donahue subiendo por la rampa de un C-17 en el aeropuerto de Kabul como el último soldado estadounidense que abandonaba Afganistán el 30 de agosto de 2021. Detrás suyo quedaban dos décadas de ocupación que terminaron con el retorno del régimen de los talibanes, cuyo desalojo había sido el objetivo de la invasión veinte años atrás. De acuerdo con el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), EEUU invirtió unos 877 mil millones de dólares en el presupuesto de defensa de 2022, un 40% del gasto de defensa mundial, muy por delante de China (292 mil millones) o Rusia (86,4 mil millones). Este gasto pesa como una losa sobre el presupuesto estadounidense, exacerbando sus contradicciones internas.
La doctrina militar de las “fuerzas avanzadas” (tripwire force), que sirvió durante la guerra fría como una forma de disuasión efectiva frente a la posibilidad de una ofensiva soviética (desplegando, por ejemplo, un contingente estadounidense en Berlín occidental lo suficientemente pequeño como para ser incapaz de hacer frente a una ofensiva, pero cuyo ataque hubiese arrastrado a la fuerza a Washington a la guerra con la URSS), parece haber perdido casi toda su efectividad. Como ha escrito un comentarista conservador ruso-estadounidense, este despliegue militar en Oriente Medio, destinado a contener la influencia iraní, “es demasiado pequeño como para detener de manera creíble un ataque, pero lo suficientemente grande como para invitar a uno”. La influencia iraní no solo no ha sido frenada, sino que se ha aprovechado de las circunstancias creadas por las intervenciones estadounidenses en Iraq y Siria, no a pesar, sino a causa del mismo tipo de despliegue.
“Todo ello está siendo demostrado en tiempo real”, escribe este comentarista, “con las muestras estadounidenses de fuerza fracasando completamente a la hora de frenar las actividades iraníes.” Las bases militares estadounidenses, sigue, “han soportado un incesante ataque con misiles por parte de los proxies iraníes (ataques que han acabado con la vida de soldados estadounidenses) y el movimiento Ansarollah (los hutíes) continúa obstruyendo el comercio marítimo en el Mar Rojo a pesar de la campaña aérea limitada”. En consecuencia, “en un entorno geoestratégico en el que la disuasión ya no es creíble, las fuerzas tripwire (como las bases estadounidenses en Al-Tanf y Tower 22) dejan de ser parte de la disuasión y se convierten en meros objetivos”. Además, señala que “la muerte de soldados estadounidenses ya no inspira la indignación pública y la fiebre guerrera de antaño: después de décadas de guerra en Oriente Medio, los estadounidenses están simplemente habituados a oír sobre bajas en lugares que nunca han oído y que tampoco les importan”. Por eso, concluye, “tanto como instrumento geoestratégico como de política interna, el tripwire está acabado”.
Estados Unidos abrió en 1999 una puerta pensando que podía controlar su apertura y cierre a voluntad, solo para descubrir que otros han puesto un pie para hacer exactamente lo mismo. La arquitectura internacional de posguerra necesita una reparación y revisión seria.
Promover un multilateralismo efectivo
No se trata solo de la hipocresía sobre “el orden internacional basado en normas” de lo que en Rusia se conoce como el “Occidente ampliado”, una característica muy obvia que ha quedado completamente al desnudo con la operación militar israelí en Gaza. Como no podía ser de otro modo, la reputación de Naciones Unidas entonces sufrió y se vio gravemente afectada como resultado de la agresión militar occidental a Yugoslavia. Muchos comenzaron a verla como un organismo inútil, un ornamento moral del que se podía prescindir si las circunstancias así lo ameritaban. En los discursos de los sectores más reaccionarios del Partido Republicano —rápidamente copiados por el resto de la derecha mundial—, pero también entre algunos de los halcones del Partido Demócrata, la ONU fue presentada como una organización burocrática, demasiado lenta, ineficaz e incluso, en el caso de los primeros, comunistizante por sus metas universalistas (hoy, un Partido Republicano aún más radicalizado emplearía el término “globalistas”). Incluso algunos sectores de la izquierda parecen sumarse hoy a este discurso anti-ONU. Ahora bien, si se envía el mensaje de que las relaciones internacionales se rigen en última instancia (y en ocasiones ni siquiera eso) de acuerdo al criterio del “garrote más grande” (por emplear la expresión de Theodore Roosevelt), no puede sorprenderse uno de que el resto intenten hacerse quizá no con el garrote más grande, pero sí al menos con un garrote más grande del que tienen actualmente.
En Imperialismo humanitario, el intelectual belga Jean Bricmont destacaba la importancia de contar con el derecho internacional: “Bertrand Russell dijo que hablar de las responsabilidades de la Primera Guerra Mundial era como discutir las responsabilidades de un accidente de coche en un país sin normas de tráfico”, escribía. “La toma de conciencia de que la legislación internacional debe ser respetada y que los conflictos entre estados deberían poder ser controlados por una instancia internacional”, añadía, “es en sí misma un progreso enorme en la historia humana, comparable a la abolición del poder de la monarquía y de la aristocracia, la abolición de la esclavitud, el desarrollo de la libertad de expresión, el reconocimiento de los derechos sindicales y los de las mujeres, o el concepto de seguridad social”.