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Dijous, 26 Desembre 2024

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El papel “olvidado” de la Unión Soviética

Articulo publicado en Le Monde Diplomatique en español.

por Annie Lacroix-Riz, mayo de 2005

Hace 60 años, el 57% de los franceses consideraba a la URSS como el principal vencedor de la guerra. En 2004, solo lo considera un 20%. Este olvido progresivo del papel de Moscú, amplificado por los medios de comunicación, es también consecuencia de las polémicas sobre la política de Stalin entre 1939 y junio de 1941 que trabajos recientes analizan con una nueva luz. Pero se piense lo que se piense del pacto germano-soviético, ¿cómo negar que, durante tres años, los rusos han soportado una gran parte de la resistencia desde la contraofensiva frente a la Wehrmacht? El precio que pagaron fue de 20 millones de muertos.

por Annie Lacroix-Riz, mayo de 2005

Dos años después de su victoria sobre el nazismo, el Ejército Rojo se volvió, a causa de la guerra fría, en una amenaza (1) para los pueblos del Oeste. Seis décadas más tarde la historiografía francesa, una vez terminada la mutación pro-estadounidense, puso a la Unión Soviética en la picota tanto por el pacto germano-soviético como, más tarde, por su “gran guerra patriótica”. En Francia, los manuales, asimilando nazismo y comunismo, apostaron por los historiadores de Europa oriental (2). Pero las investigaciones originales que alimentan esta puesta a punto esbozan un cuadro de la URSS en la II Guerra Mundial totalmente distinto.

El principal acto de acusación contra Moscú está referido al pacto germano-soviético del 23 de agosto de 1939 y, sobre todo, a sus protocolos secretos. En realidad, la fulgurante y aplastante victoria lograda en Polonia por la Wehrmacht fue la señal para que la URSS ocupara la Galicia oriental (a) y los países bálticos (3). ¿Voluntad de expansión, realpolitik o estrategia defensiva?

Retomando la tesis de los prestigiosos historiadores Lewis B. Namier y Alan John Percivale Taylor, así como del periodista Alexander Werth, los nuevos trabajos de los historiadores anglófonos esclarecen las condiciones por las cuales la URSS llegó a esa decisión. Muestran cómo la terquedad de Francia y Gran Bretaña, en su política de “apaciguamiento” –que también podría llamarse de capitulación ante las potencias fascistas–, alentada por Estados Unidos, arruinó el proyecto soviético de “seguridad colectiva” para los países amenazados por el Reich. Ése es el origen de los acuerdos de Munich (29 de septiembre de 1938) por los cuales París, Londres y Roma le permitieron a Berlín anexionarse, dos días después, los Sudetes (b). Aislada frente a un III Reich que desde ese momento tenía “las manos libres en el Este”, Moscú firmó con Berlín el pacto de no agresión, que le dio un respiro momentáneo.

Así terminó la misión franco-británica enviada a Moscú (11-24 de agosto) para calmar las opiniones que reclamaban –después de la anexión alemana de Bohemia y Moravia, y la satelización de Eslovaquia– un frente común con la URSS. Moscú exigía una alianza automática y recíproca, como la de 1914, que debía asociar a Polonia y Rumania, feudos del “cordón sanitario” antibolchevique de 1919, y a los países bálticos, vitales para la “Rusia Europea” (4). El almirante británico Drax y el general francés Doumenc debían hacer que sólo Moscú cargara con la responsabilidad del fiasco: simplemente había que “dejar a Alemania bajo la amenaza de un pacto militar anglo-franco-soviético y ganar así el otoño y el invierno, retardando la guerra”.

Cuando el 12 de agosto el jefe del Ejército Rojo, Klement Vorochilov, les propuso, “preciso y directo (…), un ’examen concreto’ de los planes de operaciones contra el bloque de los Estados agresores”, ellos dijeron no tener poder para eso. París y Londres, resueltos a no brindar ninguna ayuda a sus aliados del Este, habían delegado la tarea en la URSS, al mismo tiempo que la hacían imposible, ya que Varsovia (sobre todo) y Bucarest siempre le habían negado el derecho de paso al Ejército Rojo. Habiendo “garantizado” a Polonia sin consultarla, París y Londres dijeron estar maniatados por el veto (alentado secretamente) del germanófilo coronel polaco Josef Beck, que invocaba el “testamento” de su predecesor Josef Pilsudski: “Con los alemanes corremos el riesgo de perder nuestra libertad, pero con los rusos perdemos nuestra alma”.

Pero el asunto era más simple. En 1920-1921, Polonia les había arrancado a los soviets, con ayuda militar francesa, la Galicia oriental. Ciega desde 1934 al apetito alemán, Polonia temblaba ante la idea de que el Ejército Rojo se adueñara fácilmente de esos territorios. Rumania, por su parte, temía perder la Besarabia (d), tomada a los rusos en 1918 y conservada gracias a la ayuda de Francia. La URSS tampoco obtuvo garantía alguna de los países bálticos, cuya independencia en 1919-1920 y el mantenimiento de la influencia alemana se debía totalmente al “cordón sanitario”.

Desde marzo, y sobre todo desde mayo de 1939, Moscú fue cortejada por Berlín, que, como por su experiencia prefería una guerra en un solo frente, le prometió, antes de arrojarse sobre Polonia, respetar su esfera de influencia en Galicia oriental, en el Báltico y en Besarabia. Moscú cedió en el último momento, pero no al fantasma de “revolución mundial” o de Drang nach Westen (ese impulso hacia el Oeste tan caro al publicista alemán de extrema derecha Ernst Nolte). Con Londres y París siempre mimando a Berlín, Moscú se negó a “implicarse sola en un conflicto con Alemania”, según los términos del secretario de Relaciones Exteriores británico, Charles Lindsley Halifax, el 6 de mayo de 1939. Occidente imitó el estupor ante “la siniestra noticia que explotaba sobre el mundo como una bomba” (5) y denunció una traición. En realidad, los franceses y británicos apostados en Moscú jugaban a Casandra desde 1933: a falta de una Triple Alianza, la URSS debía contemporizar con Berlín para ganar el “respiro” necesario que le permitiera poner en pie de guerra su economía y su ejército.

El 29 de agosto de 1939, el teniente coronel Luguet, agregado aéreo francés en Moscú (y futuro héroe gaullista de la escuadrilla Normandía-Niemen), certificó la buena fe de Vorochilov y describió a Stalin como “glorioso sucesor (...) de Alejandro Nevsky y de Pedro I”: “El tratado que se publicó fue completado con un convenio secreto que definía, lejos de las fronteras soviéticas, una línea que las tropas alemanas no deberían pasar y que, de alguna manera, sería considerada por la URSS como su posición de cobertura” (6).

Alemania inició el conflicto general el 1º de septiembre de 1939, en ausencia de la Alianza que, en septiembre de 1914, había salvado a Francia de la invasión. Michael Carley incrimina la política de apaciguamiento nacida del “temor de la victoria contra el fascismo” de los gobiernos británico y francés, espantados de que el papel directivo prometido a la URSS en una guerra contra Alemania extendiera su sistema a todos los beligerantes: así, el anticomunismo, decisivo en cada fase clave desde 1934-1935, fue “una causa importante de la II Guerra Mundial” (7).

El 17 de septiembre la URSS, inquieta por el avance alemán en Polonia, proclamó su neutralidad en el conflicto, pero ocupando al mismo tiempo la Galicia oriental. En septiembre-octubre exigió garantías de los países bálticos, una “ocupación ’disfrazada’, recibida con resignación” (8) por Londres, a quien el Reich inquietaba ahora tanto como “el empuje ruso en Europa”. Y habiendo pedido en vano a Helsinki, aliada de Berlín, una rectificación de fronteras (contra una compensación), la URSS entró en guerra contra Finlandia dando lugar a una seria resistencia. La propaganda occidental se condolía de la pequeña víctima y exaltaba su valentía. Weygand y Daladier (c) planificaron –“sueño” primero, y luego “delirio”, según el historiador Jean-Baptiste Duroselle– una guerra contra la URSS en el Norte Grande, y luego en el Cáucaso. Pero Londres aplaudió el compromiso finlandés-soviético del 12 de marzo de 1940, así como el nuevo avance del Ejército Rojo que siguió al derrumbe francés (ocupación a mediados de junio de 1940 de los países bálticos, y a finales de junio de la Besarabia-Norte Bucovine). Después de lo cual envió a Moscú a Stafford Cripps, único sovietólogo del establishment. En ese momento, Londres prefería el avance soviético en el Báltico al alemán.

Después de décadas de polémicas, los archivos soviéticos confirmaron que alrededor de 5.000 oficiales polacos, cuyos cadáveres fueron descubiertos por los alemanes en 1943 en Katyn (cerca de Smolensk, en Rusia), habían sido ejecutados en abril de 1940 por una orden de Moscú. Feroces con los polacos, los soviéticos salvaron a más de un millón de judíos de las zonas reanexionadas y organizaron la evacuación prioritaria en junio de 1941 (9).

Este período, que va del 23 de agosto de 1939 al 22 de junio de 1941, fue objeto de otro debate, relativo a la implementación por Stalin del pacto germano-soviético. Algunos especialistas señalan, por ejemplo, el suministro de materias primas soviéticas a la Alemania nazi, el cambio de estrategia impuesta en el verano de 1940 al Komintern y a los partidos comunistas invitados a denunciar la “guerra imperialista”, etc. Los historiadores aquí mencionados le quitan importancia, e incluso cuestionan esta interpretación (10). Observemos que Estados Unidos –incluso después de entrar en guerra contra Hitler en diciembre de 1941– y Francia, oficialmente beligerante desde el 3 de septiembre de 1939, le brindaron al Reich abundantes suministros industriales (11).

Las relaciones germano-soviéticas, en crisis desde junio de 1940, rozaron la ruptura en noviembre. “Entre 1939 y 1941, la URSS desarrolló considerablemente su armamento terrestre y aéreo y concentró de 100 a 300 divisiones (es decir, de 2 a 5 millones de hombres) a lo largo o cerca de sus fronteras occidentales” (12). El 22 de junio de 1941, el Reich lanzó el asalto anunciado por la acumulación de sus tropas en Rumania. Nicolás Werth habla del “derrumbe militar de 1941”, que habría sido seguido (en 1942-1943) por “un sobresalto para el régimen y la sociedad”.

Pero el 16 de julio el general Doyen le anunció a Pétain, en Vichy, la muerte de la “Blitzkrieg” (e): “Aunque era cierto que el III Reich obtenía en Rusia éxitos estratégicos, el giro tomado por las operaciones no respondía a la idea que se habían hecho sus dirigentes. Éstos no habían previsto una resistencia tan feroz del soldado ruso, un fanatismo tan apasionado de la población, una guerrilla tan agotadora en las retaguardias, pérdidas tan importantes, un vacío completo ante el invasor, dificultades tan considerables de abastecimiento y de comunicaciones (...) Sin preocuparse por su alimento de mañana, el ruso incendia sus cosechas, quema sus pueblos, destruye su material rodante, sabotea sus explotaciones productivas” (13).

El Vaticano, que tiene la mejor red mundial de informaciones, a comienzos de septiembre de 1941 se alarmó por las dificultades “de los alemanes” y por la posibilidad de un resultado “que hiciera que Stalin fuera llamado a organizar la paz de común acuerdo con Churchill y Roosevelt”. Situó entonces “el giro de la guerra” antes de la detención de la Wehrmacht en Moscú (hacia finales de octubre) y mucho antes de Stalingrado. Así se confirmó el juicio que tenía desde 1938 el agregado militar francés en Moscú, Auguste-Antoine Palasse, sobre el hecho de que la potencia militar soviética no hubiera sufrido mellas, según él, con las purgas que siguieron al proceso de ejecución del mariscal Mikhail Toukhatchesvski y del alto Estado Mayor del Ejército Rojo, en junio de 1937 (14).

El Ejército Rojo –escribía– se reforzaba y desarrollaba un “patriotismo” inaudito: la posición del ejército, la formación militar y una propaganda eficaz “mantenían en tensión las energías del país y le brindaban el orgullo de las hazañas realizadas por los suyos (...) y la confianza inquebrantable en su fuerza defensiva”. Palasse había registrado, desde agosto de 1938, las derrotas japonesas en los enfrentamientos de la frontera URSS-China-Corea. La calidad del Ejército Rojo así atestiguada sirvió de lección: ante el furor de Hitler, Japón firmó en Moscú, el 13 de abril de 1941, un “pacto de neutralidad” que liberaba a la URSS de su obsesión –desde el ataque contra Manchuria (1931) y después de toda la China (1937)– de tener que soportar una guerra en dos frentes. Después de haberse replegado, durante largos meses, bajo el asalto de la formidable máquina de guerra nazi, el Ejército Rojo iba a estar en condiciones de pasar nuevamente a la ofensiva.

Así como en 1917-1918 el Reich fue derrotado en el Oeste, sobre todo por el ejército francés, de 1943 a 1945 lo fue en el Este y por el Ejército Rojo. Para darle un alivio a su ejército Stalin reclamó, desde agosto-septiembre de 1941, un “segundo frente” (envío de divisiones aliadas a la URSS o desembarco en las costas francesas). Pero debió contentarse con las alabanzas del primer ministro británico Winston Churchill, seguido prontamente por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, sobre “el heroísmo de las fuerzas combatientes soviéticas”, y con un “préstamo garantizado” estadounidense (reembolsable después de la guerra), que un historiador soviético evaluó en 5.000 millones de rublos, o sea el 4% del ingreso nacional de 1941 a 1945. El rechazo de este segundo frente y el apartar a la URSS de las relaciones interaliadas (a pesar de su presencia en la cumbre de Teherán, en noviembre de 1943) reavivaron su obsesión por el retorno del “cordón sanitario” y las “manos libres en el Este”.

La cuestión de las relaciones de fuerzas en Europa se agudizó cuando la capitulación del general Friedrich von Paulus en Stalingrado, el 2 de febrero de 1943, puso en el orden del día la paz futura. Como Washington contaba con su hegemonía financiera para escapar a las normas militares de la solución de conflictos, Franklin D. Roosevelt rehusó negociar sobre los “objetivos de guerra” presentados a Winston Churchill por José Stalin en julio de 1941 (retorno a las fronteras europeas del antiguo imperio alcanzadas en 1939-1940) porque una “esfera de influencia” soviética limitaría la estadounidense; el financiero Averell Harriman, embajador en Moscú, pensaba en 1944 que el atractivo de una “ayuda económica” para la arruinada URSS “evitaría el desarrollo de una esfera de influencia (...) soviética en Europa Oriental y los Balcanes”.

Pero había que contar con Stalingrado, donde se enfrentaban desde julio de 1942 “dos ejércitos de más de un millón de hombres”. El soviético ganó esa “batalla encarnizada” –seguida día a día en la Europa ocupada– “que superó en violencia a todas las batallas de la I Guerra Mundial (...) en cada casa, cada fuente de agua, cada sótano, cada pedazo de ruina”. Su victoria “puso a la URSS en el camino de ser una potencia mundial”, como la “de Poltava en 1709 (contra Suecia) había transformado a Rusia en potencia europea”.

La verdadera apertura del “segundo frente” se demoró hasta junio de 1944, cuando el avance del Ejército Rojo –más allá de las fronteras soviéticas de julio de 1940– exigió el reparto de las “esferas de influencia”. La conferencia de Yalta, en febrero de 1945, cumbre de los logros de la URSS, que había sido un beligerante decisivo, no fue el resultado de la astucia de Stalin despojando a la Polonia mártir contra un Churchill impotente y un Roosevelt cerca de la muerte, sino de una relación de fuerzas militares.

Roosevelt se inclinó entonces por proseguir con una carrera negociada de reedición de la Wehrmacht “con armas anglo-estadounidenses y el envío de las fuerzas al Este”: a finales de marzo, “26 divisiones alemanas seguían en el frente occidental (...) contra 170 divisiones en el frente del Este” (15), donde los combates fueron de gran violencia hasta el final. En marzo-abril de 1945, la operación Sunrise hirió a Moscú: el jefe de la Office of Strategic Services (ancestro de la CIA) en Berna, el financiero Allen Dulles, negoció con el general de las SS Karl Wolff, jefe del estado mayor personal de Himmler, responsable del asesinato de 300.000 judíos, la capitulación del ejército Kesselring en Italia. Pero quedaba políticamente excluida la posibilidad de que Berlín se volviera hacia Occidente: del 25 de abril al 3 de mayo, en las batallas del frente oriental murieron otros 300.000 soldados soviéticos. Es decir, el equivalente de las pérdidas estadounidenses totales (292.000), únicamente militares, de los frentes europeo y japonés de diciembre de 1941 a agosto de 1945 (16).

Según Jean-Jacques Becker, “dejando a un lado que se desplegó en espacios mucho más vastos, y dejando también a un lado el coste extravagante de los métodos de combate caducos del ejército soviético, en un plano estrictamente militar, la segunda guerra fue menos violenta que la primera” (17). Esto equivale a olvidar que sólo la URSS perdió la mitad de las víctimas de todo el conflicto de 1939-1945, especialmente a consecuencia de la guerra de exterminación que el III Reich planificó para liquidar, además de a la totalidad de los judíos, de 30 a 50 millones de eslavos (18). La Wehrmacht, feudo pangermanista fácilmente nazificado, al considerar a “los rusos como ’asiáticos’ dignos del desprecio más absoluto”, fue el artesano principal de esa masacre: su salvajismo antieslavo, antisemita y antibolchevique, descrito en el proceso de Nüremberg (1945-1946), pero durante mucho tiempo callado en Occidente y recientemente recordado en Alemania por exposiciones itinerantes (19), privó a la URSS de las “leyes de la guerra” (convenios de La Haya de 1907).

Dan testimonio de ello sus órdenes: el decreto llamado “del comisario” del 8 de junio de 1941, que prescribía la ejecución de los comisarios políticos comunistas integrados en el Ejército Rojo; la orden de “no hacer prisioneros”, que causó la ejecución en el campo de batalla, una vez terminados los combates, de 600.000 prisioneros de guerra, orden extendida en julio a los “civiles enemigos”; la orden de Reichenau de “exterminación definitiva del sistema judeo-bolchevique”, etc. (20). Así 3,3 millones de prisioneros de guerra, es decir, más de dos tercios del total, sufrieron en 1941-1942 una “muerte programada” por el hambre y la sed (80%), el tifus y el trabajo esclavo. Los prisioneros “comunistas fanáticos” entregados a las SS fueron los conejillos de indias, los primeros gaseados con Zyklon B en Auschwitz, en diciembre de 1941.

La Wehrmacht fue, junto con las SS y la policía alemana, un agente activo de la destrucción de los civiles, judíos y no judíos. Ayudó a los Einsatzgruppen SS encargados de las “operaciones móviles de matanza” (Raúl Hilberg), como la perpetrada por el grupo C en la hondonada de Babi Yar, a finales de septiembre de 1941, diez días después de la entrada de sus tropas en Kiev (cerca de 34.000 muertos): una de las innumerables masacres perpetradas, con “auxiliares” polacos, bálticos (letones y lituanos) y ucranianos, descritas por el desgarrador Livre noir de Ilya Ehrenburg y Vassili Grossman (21).

Eslavos y judíos (1,1 millón sobre 3,3) perecieron a miles en Oradour-sur-Glane (ciudad mártir) así como en los campos de concentración. Durante los 900 días del sitio de Leningrado (julio de 1941-enero de 1943) mataron a un millón de habitantes sobre los dos y medio existentes, de los cuales “más de 600.000” durante la hambruna del invierno de 1941-1942. En total, “1.700 ciudades, 70.000 pueblos y 32.000 empresas industriales fueron arrasadas”. Un millón de Ostarbeiter (“trabajadores del Este”), deportados hacia el Oeste, fueron agotados o aniquilados por el trabajo y las sevicias de las SS y de los “kapos” en los “kommandos” de los campos de concentración, minas y fábricas de los Konzerne y de las filiales de grupos extranjeros, como Ford, fabricante de los camiones de tres toneladas del frente del Este.

El 8 de marzo de 1945 la URSS, exangüe, ya había perdido el beneficio de la “Gran Alianza” que impuso a los anglo-estadounidenses la enorme contribución de su pueblo, bajo las armas o no, para su victoria. El containment (la contención) de la “guerra fría”, bajo la égida de Washington, podía restablecer el “cordón sanitario”, la “primera guerra fría” que Londres y París habían dirigido de 1919 a 1939.

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(1) “1947-1948. Du Kominform au ’coup de Prague’, l’Occident eut-il peur des Soviets et du communisme?”, Historiens et géographes (HG), París, n° 324, agosto-septiembre de 1989, pp. 219-243.

(2) Diana Pinto, “L’Amérique dans les livres d’histoire et de géographie des classes terminales françaises”, HG, n° 303, marzo de 1985, pp. 611-620; Geoffrey Roberts, The Soviet Union and the origins of the Second World War, 1933-1941, Saint Martin’s Press, Nueva York, 1995, introducción.

(3) Véase también Geoffrey Roberts, op. cit., p. 95-105, y Gabriel Gorodetsky, “Les dessous du pacte germano-soviétique”, Le Monde diplomatique, julio de 1997.

(4) Salvo otra indicación, las fuentes aquí citadas se encuentran en los archivos del Ministerio Francés de Relaciones Exteriores o del Ejército de tierra (SHAT) y en los archivos publicados de Alemania, Reino Unido y Estados Unidos. En cuanto a los numerosos libros, en general poco conocidos, sobre los que se apoya este artículo, se encuentran reunidos en una larga bibliografía que el lector encontrará en el sitio de internet de Le Monde diplomatique,
www.monde-diplomatique.fr/2005/05/LACROIX_RIZ/12117

(5) Winston Churchill, La Segunda Guerra Mundial, Ediciones Orbis, Barcelona, 1985.

(6) Carta a Guy de la Chambre, ministro de aviación, Moscú, 29 de agosto de 1939 (SHAT).

(7) Michael J. Carley, 1939, The alliance that never was and the coming of World War 2, Ivan R. Dee, Chicago, 2000, pp. 256-257.

(8) Carta 771 de Charles Corbin, Londres, 28 de octubre de 1939, archivos del Quai d’Orsay (MAE).

(9) Dov Levin, The lesser of two evils: Eastern European Jewry under Soviet rule, 1939-1941, The Jewish Publications Society, Filadelfia-Jerusalem, 1995.

(10) Véanse especialmente las obras ya citadas de Geoffrey Roberts y Gabriel Gorodetscky, y también Bernhard H. Bayerlin y otros, Moscou, Paris-Berlin (...) 1939-1941, Taillandier, París, 2003. La socialista libertaria Margarete Buber-Neumann acusó en sus Memorias al régimen soviético de haber entregado antifascistas alemanes a la Gestapo.

(11) Charles Higham, Trading with the enemy 1933-1949, Delacorte Press, Nueva York, 1983; y Industriels et banquiers français sous l’Occupation, Armand Colin, París, 1999.

(12) Geoffrey Roberts, op. cit., pp. 122-134 y 139.

(13) La Délégation française auprès de la Commission allemande d’Armistice de Wiesbaden, 1940-1941, Imprimerie nationale, París, vol. 4, pp. 648-649.

(14) NDLR: Se considera que estas purgas debilitaron considerablemente al Ejército Rojo.

(15) Gabriel Kolko, The Politics of War, Random House, Nueva York, 1969, cap. 13-14.

(16) Pieter Lagrou, en Stéphane Audoin-Rouzeau y otros, La violence de guerre 1914-1945, Complexe, Bruselas, 2002, p. 322.

(17) Ibid., p. 333.

(18) Götz Aly y Susanne Heim, Vordenker der Vernichtung, Hoffmann und Campe, Hamburgo, 1991, resumido por Dominique Vidal, Les historiens allemands relisent la Shoah, Complexe, Bruselas, 2002, pp. 63-100.

(19) Edouard Husson, Comprendre Hitler et la ShoahPUF, París, 2000, pp. 239-253.

(20) Omer Bartov, German Troops, MacMillan, Londres, 1985; L’armée d’Hitler, Hachette Pluriel, París, 1999; y Tom Bower, Blind eye to murder, André Deutsch, Londres, 1981.

(21) Actes Sud, Arles, 1995.
(a) Actualmente, Ucrania occidental. Como muchas de las “marcas” (provincias de frontera), Galicia había estado, a través de la historia, en manos de los rusos, mogoles, polacos y lituanos. Formó parte del Imperio austro-húngaro hasta 1919, año en que fue incorporada otra vez a Polonia.
(b) Sudetes: nombre general que designa una región limítrofe de la República Checa, al norte de Bohemia, que comprende la frontera occidental y parte de la frontera septentrional y meridional
(c) Jefe de la misión militar francesa en Polonia y jefe del gobierno francés, respectivamente.
(d) Antigua región de Europa oriental que abarca gran parte de la actual Moldavia y algunos distritos de Ucrania.
(e) La Blitzkrieg o “guerra relámpago” fue un nuevo tipo de estrategia puesto en práctica por primera vez por las tropas alemanas en la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939. Este nuevo sistema de hacer la guerra consistía en aplicar la máxima movilidad posible a las tropas en contraposición con las estrategias de posiciones vigentes en Europa.

Annie Lacroix-Riz

Profesora de historia contemporánea en la universidad de París-VII, autora de los ensayos Le Vatican, l’Europe et le Reich 1914-1944, Armand Colin, París, 1996; y Le Choix de la défaite: les élites françaises dans les années 1930, en vías de publicación por el mismo editor.

 
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