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Dimecres, 04 Desembre 2024

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Dossier: Reforma de las pensiones en Francia, la onda expansiva

Un pueblo en pie, un poder obstinado

La política de ordeno y mando del Ejecutivo y la brutalidad policial evidencian el nerviosismo de las autoridades francesas. Y con razón: la protesta contra la reforma de las pensiones lleva el germen de un rechazo al orden social que defiende el Gobierno francés.

por Benoît Bréville, Director de Le Monde diplomatique. Abril de 2023
Artículo publicado en Le Monde diplomatique en español.
 

¿Es posible, a día de hoy, hacer retroceder a un Gobierno, frustrar una decisión adoptada por el poder? Hasta hace no mucho, en Francia la respuesta era que sí, por descontado. Cuando se enfrentaba a movimientos sociales prolongados, resueltos y organizados, que sacaban a multitudes a las calles, el Gobierno a veces se daba por vencido. Y su retirada era la demostración de que la ciudadanía puede hacerse oír fuera de los periodos electorales, a los que no puede reducirse la vida democrática. De esa forma pasaron a mejor vida los proyectos más diversos: la ley sobre la autonomía de la escuela privada en 1984, la ley sobre la selección en la universidad en 1986, el contrato de inserción profesional en 1993, el “plan Juppé” en 1995... Ocurría incluso que los promotores de una reforma impopular se veían obligados a dimitir, como sucedió con el ministro de Enseñanza Superior Alain Devaquet en 1986 o con el de Educación Nacional Claude Allègre en 2000.

Pero desde 2006 y la victoriosa lucha contra el contrato de primer empleo (CPE), no ha vuelto a ocurrir nada semejante en Francia. No importa cuántos manifestantes haya ni cuál sea la estrategia, marchas ordenadas o agitadas, huelga de brazos caídos, ocupaciones de universidades o acciones espectaculares; ha sido enlazar un fracaso con otro: la lucha contra la autonomía universitaria en 2007, la batalla por las pensiones en 2010, las movilizaciones contra las “leyes laborales” en 2016 y 2019, contra el software de selección en la enseñanza “Parcoursup” en 2018... En el mundo de ahora, el “modelo Thatcher” ha hecho escuela: los Gobiernos ya no retroceden. Ni ante montañas de basura sin recoger, gasolineras desabastecidas, trenes cancelados, aulas cerradas y cortes de carreteras. Aguantan con entereza tanto las perturbaciones en el metro como las manifestaciones semanales o cotidianas. Y cuando la situación se vuelve insostenible, lo solucionan con requerimientos y represión. Algunos han convertido incluso tal dureza en un atributo de quien ejerce el poder en la República: “resistir a la calle” demuestra supuestamente sentido de Estado y valentía política.

De eso mismo alardeaba el ex primer ministro Édouard Philippe ante los alumnos de una reputada escuela de ciencias empresariales: “Nunca se sabe qué gota será la que colme el vaso. [...] En 2017, hacemos las Ordenanzas Laborales. Yo pienso y me digo que va a armarse una buena. Porque recuerdo las Ordenanzas Laborales de dos años antes, manifestaciones enormes, tensión máxima. Pero hacemos las Ordenanzas Laborales y cuela. Reformamos la SNCF, acabamos con el estatuto de los ferroviarios y nos abrimos a la competencia, esperamos bloqueos totales. Y tampoco es para tanto, hay huelgas, y cuela. Decimos que se va a poder acceder a las universidades, a la enseñanza superior, con medidas de orientación selectiva; si estáis mínimamente enterados de lo que ha ocurrido a lo largo de los últimos veinte o treinta años, sabéis que esto es una bomba. Lo hacemos, se ocupan universidades, las desocupamos, ¡y cuela! (1). Luego vino el movimiento de los chalecos amarillos, que demostró que las cosas no siempre colaban.

Y por eso Emmanuel Macron se ha mantenido firme, esperando que “colaría” una vez más. Ha impuesto su reforma de las pensiones con brutalidad, ignorando un movimiento de protesta cuyo alcance y determinación debería haber percibido. En nueve ocasiones, respondiendo a la convocatoria de una junta intersindical inusualmente unida, millones de personas han salido a la calle, y eso tanto en las grandes ciudades como en pequeños pueblos que nunca habían visto semejantes movilizaciones. Los sondeos de opinión, que por lo general apasionan al Elíseo, contabilizaban hasta un 70% de opositores a la reforma, y hasta un 90% si solo se preguntaba a los trabajadores en activo, cifras que iban en aumento conforme el Gobierno desplegaba su “pedagogía” y los ciudadanos desmontaban las mentiras ministeriales: no, la reforma no es “necesaria”, ni “justa”, ni “protectora de las mujeres”, y no, no garantiza una “pensión mínima de 1200 euros” para todos. Pretender que la gente trabaje dos años más entraña un riesgo; que se informen, que lo comprueben.

Dócil ante la Unión Europea, que recomienda esta reforma, pero incapaz de convencer a los franceses y a sus diputados, Macron ha elegido imponer el proyecto por las bravas. Ha utilizado todas las artes imaginables para limitar la duración de los debates parlamentarios (artículo 47.1 de la Constitución), cerrar las discusiones sobre un artículo en cuanto “hayan intervenido al menos dos oradores de opinión contraria” (artículo 38 del reglamento del Senado, utilizado por primera vez desde su entrada en vigor en 2015, que ha permitido despachar a la carrera la cuestión del aplazamiento de la edad legal de jubilación) y obligar a los senadores a pronunciarse sobre la reforma en su conjunto y no artículo por artículo (artículo 44.3). Por último, el 16 de marzo de 2023, el Gobierno de Elisabeth Borne desenfundó el famoso 49.3, que autoriza a prescindir del voto de los diputados. Un método original para un presidente que tantas veces va de paladín del mundo libre, fustigando en discursos y más discursos a “autócratas” y “regímenes autoritarios” que no echan cuenta a la opinión de la ciudadanía, convierten en títere al Parlamento y silencian a la oposición.

Resumiendo, su reforma de las pensiones, que va a repercutir en la vida de los franceses durante varias décadas, solo la han votado unos senadores designados por sufragio indirecto, que han puesto por cierto gran esmero en proteger su propio régimen especial al tiempo que suprimían los de los demás. Los dos años de trabajo adicionales impuestos sin la aprobación de la Asamblea Nacional descansan así sobre la única legitimidad de una institución dominada por un partido (Les Républicains) que no superó el 5% de los votos en las últimas elecciones presidenciales y en la que no figuran dos de las principales formaciones (el Reagrupamiento Nacional [RN] y La Francia Insumisa [LFI]).

Macron dixit: “Sé que muchos de nuestros compatriotas me han votado no para apoyar las ideas que propongo, sino para cerrar el paso a la extrema derecha [...] Soy consciente de que este voto me marca una responsabilidad para los años venideros. Soy el depositario de su sentido del deber, de su apego a la República y del respeto a las diferencias que se han manifestado en las últimas semanas”.

Macron, por su parte, no ve dónde está el problema: la reforma estaba en su programa presidencial, ganó las elecciones, y eso significa que los franceses la aprueban. La “multitud” no tiene “legitimidad frente al pueblo que se expresa a través de sus representantes electos”, dijo el 21 de marzo en una de sus peroratas. Hace un año, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, apenas se habló del tema de las pensiones –con el añadido de que Macron se negó esta vez a debatir con sus competidores, como sí lo había hecho cinco años antes–, relegado detrás de la inmigración, la guerra de Ucrania, la inseguridad... Y el presidente saliente solo obtuvo los votos del 20,7% del censo electoral. En cuanto a la segunda vuelta, su victoria fue en gran parte el resultado de un voto por defecto, como él mismo reconoció la noche del 24 de abril de 2022: “Sé que muchos de nuestros compatriotas me han votado no para apoyar las ideas que propongo, sino para cerrar el paso a la extrema derecha [...] Soy consciente de que este voto me marca una responsabilidad para los años venideros. Soy el depositario de su sentido del deber, de su apego a la República y del respeto a las diferencias que se han manifestado en las últimas semanas”. Un compromiso que cayó en el olvido en menos tiempo del que tardó en contraerse.

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VONN CUMMINGS SUMNER. – Warrior Moving (‘Guerrero en acción’), 2014

Desde su elección, Macron se dedica esencialmente a ignorar o aplastar cualquier forma de oposición. Durante la anterior legislatura, la Asamblea quedó reducida al papel de cámara de aprobación automática, donde la mayoría presidencial votaba a coro cualquier proyecto del Gobierno; en lo que se ha convertido ahora es en felpudo. Cuestiones tan esenciales como la guerra en Ucrania, el suministro de armas a Kiev y las sanciones contra Rusia no se someten a un debate en condiciones refrendado por una votación. El presupuesto de 2023 se impone a decretazos con el artículo 49.3 (nada menos que en diez ocasiones), la reforma del seguro de desempleo es objeto de una tramitación acelerada y medidas controvertidas se introducen a hurtadillas en tal o cual decreto. En cuanto se expresa un desacuerdo, Macron opta por la vía directa, ignorando los contrapoderes, sin siquiera dignarse a dar audiencia, por más que lo han solicitado una y otra vez, a los sindicatos movilizados contra la reforma de las pensiones.

Esta arrogancia solo puede alimentar la desazón democrática y reforzar la sensación de que el juego político está cerrado a cal y canto, todo para mayor beneficio del Reagrupamiento Nacional, la extrema derecha. La reforma de las pensiones concentra en efecto “buena parte de los mecanismos hoy identificados por la ciencia política como alimentadores del resentimiento social, que a su vez alimenta a los partidos populistas de la derecha radical”, explican los investigadores Bruno Palier y Paulus Wagner (2). Debilitará en primer lugar a las clases medias bajas y a las personas que sufren penosidad laboral, dos caladeros electorales para la extrema derecha. También ilustra la soberbia de las “élites” frente a la cólera popular, su propensión al engaño, a la mentira y al disimulo para conseguir sus fines, al tiempo que evidencia el deterioro institucional. Si se lo ponen así de fácil, seguro que Marine Le Pen sabrá echar mano de estos argumentos cuando llegue el momento.

Además de favorecer a un partido percibido como el de los parias, la política del desprecio incita a los electores a desentenderse. Desde luego, ¿para qué votar? Y especialmente por una Asamblea Nacional hoy convertida en un teatro de sombras de cuestionable legitimidad. Ya en la segunda vuelta de las elecciones legislativas de junio de 2022, la abstención superó el 53% de los electores inscritos. Algunos ni siquiera sabían que se estaba celebrando una votación. “Si sumamos el 5-6% de no inscritos al 53% de abstencionistas, llegamos a que seis de cada diez franceses ya no votan en las elecciones legislativas. Estamos en una situación en la que, como mucho, el grupo mayoritario en el Parlamento ha sido designado por un tercio o incluso un cuarto de los franceses”, observa el politólogo Jean-Yves Dormagen (3). Y lo que ocurre, prosigue, es que quienes acuden a votar tienen un perfil muy marcado: “La probabilidad de que voten las personas de edad madura y los graduados universitarios es del 80%, y la de que no lo hagan los jóvenes con poca o ninguna titulación académica también del 80%”. Pero, precisamente, clases altas, graduados universitarios y jubilados forman el núcleo del electorado del presidente y de la derecha, mientras que jóvenes, no titulados y habitantes de barrios populares engrosan generalmente las filas del RN y de LFI. Macron no tiene por qué cortarse: esta “democracia de la abstención” le beneficia. Y qué más da si se amplía la brecha entre los representantes electos y los ciudadanos, si se erosiona la legitimidad del Parlamento, si la desconfianza política se agrava hasta el punto de que algunos diputados piden ahora protección policial.

En 1922, la Internacional Comunista llegó a exigir que “nueve de cada diez puestos electorales de los que disponga el partido sean ocupados por obreros, y ni siquiera por obreros convertidos en funcionarios del partido, sino por obreros que estén todavía en la fábrica y en el campo”. Los representantes del pueblo debían compartir “sus conceptos vitales, sus usos y costumbres”. Un siglo más tarde, la Asamblea Nacional francesa solo cuenta con cinco obreros entre sus 577 miembros, es decir, menos del 1% de los diputados, cuando este grupo social representa el 16% de la población. La mayoría presidencial (Renaissance, MoDem, Horizons) registra hasta un 61,4% de ejecutivos y profesiones intelectuales superiores, por solo un 2% de empleados y ningún obrero. La mayoría de estos diputados –abogados, consultores, banqueros, directores de empresa, médicos, creadores de startups– solo tienen un conocimiento lejano de la realidad concreta del país. Con la seguridad que de cara a la futura vejez les dan sus pensiones complementarias y un buen colchón de ahorros, fueron incapaces de percibir la cólera que provocaría la reforma de las pensiones entre una ciudadanía ya castigada por la inflación y atormentada por las crisis sanitaria, geopolítica, energética y climática...

Craso error: a contrapié del endogámico mundillo parlamentario, la movilización contra el aplazamiento de la edad legal de jubilación sorprende por su extrema heterogeneidad social. ¿Qué tienen en común los estudiantes, a menudo procedentes de sectores sociales privilegiados, y los operarios de limpieza de los hospitales? ¿Los basureros de las metrópolis y el sector de la investigación? ¿Los técnicos de mantenimiento ferroviario y los médicos privados? Esta reforma, como otras tantas, simboliza a sus ojos la brecha insalvable entre unos dirigentes decididos a meterle marcha atrás a la sociedad y la profunda aspiración de los ciudadanos a proteger –y mejorar– las instituciones que hacen posible una vida feliz, decente y con sentido. De repente, y en perjuicio propio, el Gobierno ha expuesto todas las vergüenzas del sistema económico. Porque la inevitable consecuencia de obligar a trabajar dos años más a los asalariados menos cualificados, y especialmente a las mujeres, es que surgen preguntas: ¿trabajar en qué, por qué y al servicio de quién?

Para estas, empleadas de los servicios esenciales de la educación, la sanidad, la limpieza y la asistencia a las personas, significa añadir 24 meses al agotamiento de una carrera profesional jalonada por los recortes de personal, el ensañamiento frío de unos gestores obsesionados con los indicadores, la rapacidad de contratistas privados o públicos capaces de organizar la agonía de ancianos en condiciones indignas mientras recomiendan a las auxiliares de enfermería que multipliquen cursillos de “humanitud”. Para aquellos, obreros y técnicos de los sectores del transporte, la energía, la electricidad y las telecomunicaciones, de esas grandes empresas antes públicas que tejieron las infraestructuras de los países occidentales y que, como tales, se beneficiaron de regímenes especiales aniquilados uno tras otro por los “reformadores”, habrá que asistir e incluso colaborar durante dos años más en la erradicación de cualquier carácter de utilidad colectiva, en un trabajo hoy por hoy destinado a “producir valor para el accionista” o a saldar la deuda.

Por eso, puede que el revuelo causado por el decretazo gubernamental se deba a la importancia de las cuestiones subyacentes a la ley y a la forma en que se ha impuesto. Forzoso es que estalle la contradicción entre, por una parte, un régimen económico que prospera gracias a la comercialización de fundas multicolores para teléfonos móviles, derechos a contaminar o agua de glaciar derretida a 11 euros la botella y, por otra, una población cada vez más asqueada ante el espectáculo de una política reducida a elegir entre distintas formas de perpetuar un modelo inepto. Si desertar, dejar un trabajo inútil para empezar otra cosa en otro lugar, es una opción que requiere recursos y no resuelve nada, la amplitud de la “gran renuncia” observada a ambos lados del Atlántico, incluso entre los titulados de las escuelas más prestigiosas, indica un agotamiento del sistema y una necesidad de esperanza. En 2018, esta esperanza se encarnó en los chalecos amarillos. La cólera suscitada por la reforma amplía y generaliza aquella revuelta.

Ya van cundiendo las comparaciones. “Por 284.000 chalecos amarillos, en el punto más alto de la movilización, Emmanuel Macron dejó caer 13.000 millones, simplemente porque había violencia –observa el secretario general de la CFDT, Laurent Berger (4)–. Según la Policía, somos 1,5 millones en la calle, con dignidad y sin violencia, ¡pero nadie se digna a recibirnos!”. “Nuestros afiliados nos hacen preguntas –coincide el presidente de la Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos (CFTC), Cyril Chabanier–. ¿Tenemos que recurrir a la violencia para que nos escuchen? (…) ¿Hay que hacer destrozos para conseguir algo?” (5).

Las protestas no cejan. Arrecian, hay más tensión y nadie sabe cómo acabarán las cosas. El Consejo Constitucional debe pronunciarse en abril sobre la validez de la reforma (véase el artículo de Lauréline Fontaine). Pero, sea cual sea su decisión, todo esto no habrá pasado en balde. Pisotear la dignidad de un pueblo tiene consecuencias: dieciocho años después, millones de franceses recuerdan aún el referéndum del 29 de mayo de 2005 sobre el Tratado Constitucional Europeo y cómo el Gobierno y los parlamentarios desoyeron su voto. “Según varias personas de su entorno –por lo que nos dicen (6)–, al presidente de la República no le pesan ‘ni escrúpulos, ni arrepentimiento’”. Que no tenga escrúpulos, démoslo por seguro. Lo del arrepentimiento está por ver.

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(1) Intervención de Édouard Philippe en los “Mardis de l’Essec”, 18 de mayo de 2021.

(2) Bruno Pallier y Paulus Wagner, “Les lendemains politiques d’une réforme contestée”, La Grande Conversation, 15 de marzo de 2013, www.lagrandeconversation.com

(3) Citado en Le Figaro, París, 14 de junio de 2022.

(4) Entrevista al Journal du dimanche, París, 12 de marzo de 2023.

(5) Citado en L’Opinion, París, 10-11 de febrero de 2023.

(6) Le Monde, París, 19-20 de marzo de 2023.

Benoît Bréville

Director de Le Monde diplomatique.

 

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