Los conservadores británicos tienen dificultades para gobernar
El otoño del descontento en el Reino Unido
Boicot a las facturas de energía, huelga de estibadores y trabajadores del servicio postal, en fábricas y ferrocarriles: en el Reino Unido, el “verano del descontento” continúa este otoño, mientras el país se hunde en la crisis económica y política. En una nueva entrega del psicodrama tory, la primera ministra Elizabeth Truss, elegida el 6 de septiembre, solo ha durado en el cargo cuarenta y cuatro días antes de anunciar su dimisión... Su sucesor, el ultraliberal y millonario Rishi Sunak, se ha convertido en el quinto conservador en seis años en ocupar el número 10 de Downing Street. Formado en los centros educativos más elitistas del país, los mercados le han dispensado una buena acogida. Exministro de Economía de Boris Jonhson, en el pasado ya ha dado muestras de su firme compromiso con las políticas de recortes sociales y de retroceso de las fronteras del Estado.
Desde el verano, el Reino Unido se ve afectado por una ola de huelgas sin precedentes. Los asalariados reclaman ante todo aumentos de sueldo, en un contexto en que la inflación alcanzaba el 10,1% en julio y de nuevo en septiembre, un nivel inédito desde 1982. En los muelles de Felixstowe y Liverpool, en los ferrocarriles, en el servicio postal, en el transporte público de las grandes ciudades y en la industria manufacturera en particular, los sindicatos consultaron a sus afiliados y obtuvieron amplísimas mayorías a favor de la huelga. Si bien en algunos casos se dieron rápidas concesiones, incluso con la mera amenaza de acción en el sector manufacturero, las huelgas han durado en el transporte público y aún más en los muelles y los ferrocarriles. Después de varias décadas de apatía, este retorno de la conflictividad social marca también el fin de una secuencia protagonizada por las llamadas cuestiones constitucionales que aseguraron el dominio del Partido Conservador. Pero no lo acompaña, ni de lejos, un fortalecimiento de los vínculos entre el Partido Laborista y los sindicatos.
Una legislación antisindical
La prensa británica pronto habló de un “verano del descontento”, en referencia al “invierno del descontento” de 1978-1979, cuando repetidas huelgas pusieron contra las cuerdas la política de austeridad del Gobierno laborista de James Callaghan. Matizando, la comparación más acertada para las movilizaciones del verano de 2022 sería con el “glorioso verano” de 1972 (1): la oposición a la limitación de los aumentos salariales por parte del Gobierno conservador de Edward Heath involucró un amplio abanico de sectores, desde la minería, los ferrocarriles y el tráfico portuario hasta la construcción y la industria manufacturera. Desde la década de 1960, sin embargo, la economía británica experimentaba ya los inicios de una desindustrialización que se extendería como consecuencia de las crisis monetarias y las recesiones. A partir de mediados de la década siguiente, los conflictos laborales en el sector privado remitieron. El “invierno del descontento” de 1978-79 fue una especie de relevo, cuando las huelgas de los trabajadores de la Ford y de los camioneros dieron paso a las de los trabajadores de los servicios públicos. Los gobiernos conservadores en el poder de 1979 a 1997 machacaron los bastiones históricos: los combativos sindicatos de la minería y la imprenta quedaron neutralizados tras sañudos conflictos a mediados de la década de 1980; las compañías eléctricas y de comunicaciones fueron privatizadas en la segunda mitad de la década. La administración local, la educación y la sanidad llegaron a constituir el centro de gravedad de los conflictos sociales.
La reciente oleada de huelgas es tanto más notable cuanto que la legislación antisindical –puesta en marcha durante los mandatos de Margaret Thatcher y John Major, mantenida por los laboristas y más tarde reforzada por los conservadores a partir de 2010– obstaculiza el recurso a la acción: excluye el bloqueo de centros de trabajo, las huelgas de solidaridad o las reivindicaciones de alcance general (como la defensa de los derechos adquiridos en el tema de las pensiones). Contravenirla expone a los trabajadores al despido y a los sindicatos a persecuciones penales. Dejar el trabajo no es un derecho individual, ni siquiera una práctica colectiva regulada; se convierte en una acción que corresponde a las organizaciones de trabajadores planificar y controlar. En particular, se requiere la consulta a los afiliados, que vote más de la mitad de los inscritos, la obtención del 50% de los sufragios a favor de la huelga (e incluso del 40% del censo en los sectores clave de la economía). Desde la primavera, una participación masiva y mayorías abrumadoras han garantizado, si no el triunfo de las huelgas, al menos su sostenibilidad en el tiempo. Sin embargo, este marco institucional limita la acción a los sectores en los que las organizaciones sindicales están lo suficientemente consolidadas como para intentar entablar una relación de fuerza. La tasa global de sindicalización de la mano de obra británica, que se situaba en el 23,1% en 2021, esconde una gran diferencia: mientras que algo más de la mitad de los trabajadores de los servicios públicos están sindicados, lo están menos del 13% de los del sector privado (2). La evolución de los salarios depende, por tanto, de la movilización de los pocos bastiones sindicales del sector privado, en los transportes, los puertos, la industria manufacturera y el servicio postal.
Así las cosas, tienen bastante fundamento las declaraciones de Mick Lynch, secretario general del National Union of Rail, Maritime and Transport Workers (RMT), el principal sindicato de trabajadores ferroviarios, cuando afirma que lucha por el conjunto de la clase obrera británica. Al anunciar su regreso (“The working class is back”), apela a un imaginario susceptible de congregar a las clases trabajadoras británicas vapuleadas por una década de austeridad (a la que un reciente estudio atribuye 330.000 muertes) (3). Pero también es un intento de poner fin al declive sindical iniciado en la década de 1980 y al arrinconamiento de la cuestión social en el debate público. La última ola de protestas se remonta a los años de marasmo económico, tras la crisis financiera de 2007-2008 (4). En el último tramo del Gobierno laborista de Gordon Brown en 2008, las huelgas por cuestiones salariales en el sector público y otras, brutales, en las refinerías contra la externalización y la competencia de empresas continentales que empleaban a trabajadores desplazados ya hicieron que los medios de comunicación conservadores hablaran de un “verano del descontento”. Desde el otoño de 2010 hasta la primavera de 2012, las políticas de austeridad del Gobierno de coalición dominado por los conservadores provocaron huelgas y manifestaciones masivamente secundadas en los servicios públicos y movilizaciones estudiantiles contra el aumento de las tasas de matrícula.
Cuestiones identitarias
El agotamiento de estas protestas, simbolizado por el desalojo del principal campamento de Occupy London en febrero de 2012, coincidió con el auge de la cuestión nacional en Escocia. Después de que el Scottish National Party (SNP), principal partido independentista de Escocia, obtuviera la mayoría absoluta en mayo de 2011 en el Parlamento de Edimburgo, el primer ministro escocés, Alex Salmond, afirmó disponer de un mandato popular y, en octubre de 2012, su Gobierno y el del Reino Unido acordaron celebrar un referéndum sobre la independencia a finales de 2014. Poco después, en enero de 2013, David Cameron prometió un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea (UE) si los conservadores ganaban las elecciones de 2015. Se inició así una larga secuencia “constitucional”: por un lado, la emergencia de la cuestión escocesa y de las vertientes nacionalistas de la oposición a la UE polarizaron el debate en torno a cuestiones identitarias y dividieron a la izquierda británica, así como al movimiento sindical; por otro lado, estas divisiones se combinaron con el descenso de la conflictividad social a partir de 2012 –en 2015 se registró el menor número de jornadas de huelga de la historia– para dejar campo libre a reformulaciones nacionalistas de la cuestión social, a las que se adhirió una parte de las clases trabajadoras.
El SNP se ha posicionado en la izquierda desde la década de 1980, y capitaliza, por tanto, la decepción con los laboristas: en las elecciones parlamentarias escocesas de 2011, obtuvo fuertes ganancias en los barrios populares de Glasgow y Edimburgo. Este voto no significó necesariamente un apoyo a la causa independentista, al igual que el voto laborista no indicó a la fuerza una oposición a la independencia: la cuestión nacional no fue entonces el único ni tan siquiera el principal determinante del voto. El referéndum del 18 de septiembre de 2014, marcado por una altísima participación del 84,6% y un elevado voto independentista que alcanzó el 44,7%, sí reflejó, en cambio, una nueva polarización del escenario político escocés en torno a la cuestión nacional, que se ha visto confirmada por las votaciones realizadas desde entonces. El referéndum de 2016 sobre la permanencia del Reino Unido en la UE también produjo una nueva polarización, vertebradora del electorado al menos hasta principios de 2020, entre partidarios y detractores del brexit. La cuestión de la UE puso por otra parte en aprietos al Partido Laborista, partidario desde la década de 1980 de una comunidad económica percibida como protectora frente a la ola thatcherista, pero cuya ala izquierda se mantiene reacia al liberalismo europeo. En la franja izquierda del movimiento sindical, el RMT apoya la Trade Unionist and Socialist Coalition (TUSC), favorable a la salida de la UE, tras lanzar junto con organizaciones como el Partido Comunista la alianza “No2EU – Yes to Democracy” (‘no a la Unión Europea, sí a la democracia’), portadora de una crítica de izquierdas en las elecciones europeas de 2009 (5).
Aunque siguen los debates sobre las consecuencias de la salida de la UE y podría celebrarse un nuevo referéndum sobre la independencia de Escocia ya en 2023, esta secuencia institucional se cerró con las elecciones de diciembre de 2019, convertidas en un nuevo referéndum sobre el brexit por Boris Johnson. Los conservadores soñaron entonces con convertirse en el nuevo “Partido del Pueblo” (‘People’s Party’), con la promesa de remediar el desclasamiento del norte de Inglaterra. Luego, la crisis sanitaria impuso otras cuestiones, sobre el estado de la sanidad pública o los fallos del mercado. Pero el aumento gradual de la conflictividad social a partir del invierno de 2021 fue el factor determinante que completó la transición a una nueva secuencia.
Esta se produce, sin embargo, en un contexto de desencuentro entre el movimiento sindical y el laborismo. Desde su creación en 1900 como extensión parlamentaria del movimiento obrero, el Partido Laborista ha ocupado un espacio central dentro de la izquierda, reforzado por el fortísimo nexo organizativo y financiero con los principales sindicatos. Esta relación estuvo marcada por tensiones crecientes cuando los gobiernos laboristas defraudaron las expectativas sindicales y también por reconciliaciones cuando el partido, de vuelta a la oposición, reconectó con organizaciones que buscaban una expresión política para sus reivindicaciones. Estas pusieron sus recursos financieros y organizativos al servicio de los laboristas en las elecciones de 2015, 2017 y 2019. Jeremy Corbyn, objeto de virulentos ataques hasta dentro de su propio movimiento desde antes de su elección como líder en 2015, gozó incluso del inquebrantable apoyo público de Leonard McCluskey, el secretario general de Unite, el principal sindicato del sector privado.
A la caza de los votantes moderados
Esta cercanía ha ido a menos desde la elección de Keir Starmer a la cabeza del partido y la ruptura con los años de Corbyn. Así como los responsables sindicales aceptaron su propio distanciamiento y el giro neoliberal del partido en las décadas de 1980 y 1990 liderado por Neil Kinnock, John Smith y Anthony Blair, el nuevo rumbo de Starmer choca de lleno con la lógica de los nuevos líderes sindicales, de marcado perfil de izquierdas y decididos a afirmar su autonomía respecto al partido. Este es el caso del RMT, excluido del partido en 2004 cuando algunas de sus secciones decidieron apoyar a partidos políticos de la izquierda radical. Pero también lo es de organizaciones de larga data afiliadas al partido: en 2015, Dave Ward fue elegido secretario general del CWU (sindicato de trabajadores postales), con una promesa emancipadora; en Unite, Sharon Graham sucedió a McCluskey en 2021 con una línea de reorientación de los recursos para dinamizar la acción sindical en los lugares de trabajo. La actitud de los dirigentes laboristas ha reforzado esta dinámica. Starmer llegó en un primer momento a prohibir a los miembros de su gabinete en la sombra que visitaran los piquetes de huelga ferroviarios, y pone todo su empeño en presentar a los laboristas como los mejores aliados del mundo directivo empresarial.
Las encuestas alientan la esperanza de captar los votos de un electorado moderado; los ataques a la libra y a la deuda británica refuerzan esta estrategia oportunista. Para los mercados financieros, los intentos finalmente abortados del Gobierno de Elizabeth Truss de “recortes fiscales sin financiación para los más ricos ciertamente fueron la gota que colmó el vaso, pero el límite al precio [de la energía] lo había llenado previamente hasta los topes”. Ahora bien, explica el investigador Keir Milburn, esta medida, estimada en 150.000 millones de libras (172.000 millones de euros), se anunció a principios de septiembre ante todo bajo la presión de un posible boicot a las facturas energéticas (6). La campaña “Don’t Pay” ha movilizado a cientos de miles de hogares, mientras la coalición “Enough is Enough” aglomera por su parte a sindicatos, asociaciones y diputados laboristas de izquierdas en torno a una plataforma de reivindicaciones contra el aumento del coste de la vida. Conscientes de sus propias debilidades, así como de los límites impuestos por el marco institucional, los sindicatos buscan pues nuevos aliados. Son alianzas necesarias en un momento en el que el nuevo canciller de la Hacienda, Jeremy Hunt, anunció el 17 de octubre de 2022 una vuelta a la austeridad presupuestaria, que podría ir acompañada de un nuevo apretón de tuercas antisindical.
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(1) Ralph Darlington y Dave Lyddon, Glorious Summer: Class struggle in Britain 1972, Bookmarks, Londres, 2001.
(2) Department for Business, Energy & Industrial Strategy, “Trade Union Membership, UK 1995-2021: Statistical Bulletin”, 22 de mayo de 2022.
(3) David Walsh, Ruth Dundas, Gerry McCartney, Marcia Gibson y Rosie Seaman, “Bearing the burden of austerity: how do changing mortality rates in the UK compare between men and women?”, Journal of Epidemiology and Community Health, Londres, octubre de 2022. Léase también Sanjay Basu y David Stuckler, “Cuando la austeridad mata”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2014.
(4) Léase Tony Wood, “El movimiento social británico sale de su letargo”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2011.
(5) Léase Owen Jones, “Cólera social, voto a la derecha”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2014.
(6) Keir Milburn, “Don’t pay took down Kwasi Kwarteng”, Novara Media, 18 de octubre de 2022.
Marc Lenormand