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Dimecres, 27 Novembre 2024

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Detrás de la guerra, los negocios

Los falsos amigos de Ucrania

Referéndum en las regiones ocupadas, amenaza de nuclearización, movilización parcial: Rusia ha optado por la escalada frente a las contraofensivas ucranianas efectuadas con armas occidentales. Cobeligerantes de facto, algunos Estados de la Unión Europea están concretando un viejo proyecto: anclar Ucrania en Occidente y convertirla en un laboratorio de las deslocalizaciones de proximidad.

por Pierre Rimbert, octubre de 2022
 
Publicado en el diario digital Le Monde Diplomatique en español.
 
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DIANA MACHULINA. – "Adieu aux armes" (‘Adiós a las armas’), 2009

Como el dolor de espalda y la meteorología, el “fin de la mundialización” se cuenta entre esas noticias que florecen en la prensa con botánica regularidad. Ensayistas y periodistas se apresuraron a enterrar la liberalización planetaria tras los atentados del 11 de septiembre de 2001; luego, otra vez con motivo de la crisis financiera de 2008; más adelante volvieron a hacerlo durante la crisis del euro, a mediados de la década de 2010. Con el caos mundial de las cadenas de suministro debido a las políticas anticovid, el aumento de las tensiones entre China y Estados Unidos, la guerra en Ucrania y la crisis energética, ha llegado el momento de practicarle una nueva autopsia. En 2022, el forense de ­turno se llama Larry Flink, presidente-director general del fondo de inversiones BlackRock. “La invasión rusa ha puesto fin a la mundialización que hemos conocido desde hace tres décadas”, escribió el pasado 24 de marzo en su carta anual a los accionistas. No era preciso más para ­provocar una cascada internacional de artículos sobre la “desmundialización”, las relocalizaciones, el “desmultilateralismo”, el regreso del proteccionismo, etc., que tuvieron el efecto de un balde de agua fría para los participantes en el Foro Económico Mundial celebrado a finales de mayo en Davos (Suiza).

¿Cómo hacer esta vez para resucitar a la esfinge y aclimatarla a un contexto geopolítico inflamable? La mundialización de los años 2000 aspiraba a ser inclusiva: sus arquitectos admitieron a China (2001) e incluso a Rusia (2012) en el seno de la Organización Mundial del Comercio, convencidos de que la interdependencia económica civilizaría a unos socios que ideológicamente no estaban desbastados del todo. “Dos países que cuentan con un McDonald nunca se hacen la guerra”, afirmaba en 1996 el ensayista Thomas Friedman (1). Buen tiro, lástima que no diese en el blanco. Habrá que mostrarse más selectivos. Sí a las deslocalizaciones, pero entre amigos. Una idea de tamaña brillantez no podía formularse sino en inglés: el friendshoring, por oposición al offshoring, que designa las deslocalizaciones de toda la vida.

Identificado por un informe de la Casa Blanca de junio de 2021 como un remedio para las convulsiones del comercio internacional (2), el friendshoring cuenta con influyentes evangelistas entre sus filas. Profundicemos en la integración económica –propuso el 13 de abril de 2022 la secretaria del Tesoro estadounidense Janet Yellen–, pero hagámoslo con los países con los que sabemos que podemos contar”. Como explicó en una visita a Corea del Sur el pasado 19 de julio, Rusia “ha instrumentalizado con eficacia la integración económica”; por consiguiente, hay que aislarla. Además, “no podemos permitir que países como China usen su posición en el mercado de las materias primas, la tecnología o las manufacturas clave para perturbar nuestra economía o ejercer una influencia geopolítica indeseable”. Conviene, por tanto, “modernizar nuestro enfoque de la integración comercial teniendo presentes estos problemas […] en vez de concentrarnos exclusivamente en los costes”. La presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, también se muestra muy favorable a la idea. Como admitió en una conferencia en Washington, la interdependencia “puede convertirse rápidamente en vulnerabilidad cuando cambian las circunstancias geopolíticas y cuando paí­ses con objetivos estratégicos distintos de los nuestros se transforman en socios comerciales más peligrosos” (3). Según Lagarde, conjurar ese espectro implica favorecer un enfoque más regional. Desde este punto de vista, el alcance conceptual del friendshoring se muestra más limitado: en Europa, en ambas Américas o en Asia, las ­zonas regionales de libre comercio ­pululan desde hace décadas (4). La Comunidad Económica Europea, ¿acaso no se cimienta en una unión aduanera en expansión perpetua?

Bruselas lleva unos quince años alabando las bondades para la deslocalización entre vecinos, a un país grande localizado en sus fronteras, dotado de una mano de obra cualificada y poco onerosa, aunque gangrenado por la corrupción y lastrado por una arquitectura jurídica atrasada para los estándares europeos: Ucrania. El friendshoring adopta en este caso la forma de un acuerdo de asociación política e integración económica (5) entre Bruselas y Kiev que empezó a ser negociado a finales de la década del 2000. El episodio desempeñó un papel crucial en la genealogía del conflicto entre Rusia y Ucrania. A finales de 2013, cuando ambas partes se disponían a firmar el texto, el presidente ucraniano Víktor Yanukóvich cedió a las presiones de Moscú y se echó atrás de forma inesperada. Su negativa desencadenó los disturbios de la plaza Maidán, a los que siguieron semanas más tarde la caída de su Gobierno y su sustitución en febrero de 2014 por un equipo proeuropeo que acabó por firmar el acuerdo. Más adelante llegó la anexión de Crimea por parte de Rusia (febrero-marzo) y la proclamación de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk (abril-mayo).

A primera vista, el acuerdo de asociación nada tiene de insólito. A lo largo de las dos últimas décadas, la Unión Europea ha cerrado acuerdos análogos con numerosos Estados, entre ellos los de la antigua Yugoslavia –a diferencia de Ucrania, candidatos a integrarse en la Unión europea– a finales de la década de los 2000. Pero el documento rubricado en junio de 2014 por el entonces nuevo presidente ucraniano Petró Poroshenko es de un tipo nuevo. Se inscribe en el marco del “partenariado oriental”, una política impulsada por Polonia y destinada a aumentar la influencia de Europa en el antiguo bloque soviético intensificando la cooperación con algunos de sus países para anclarlos más firmemente en el muelle europeo: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Georgia, Moldavia y Ucrania. Solo los tres últimos se involucraron decididamente en las negociaciones y cerraron en 2014 un acuerdo de asociación. De ellos, Ucrania representa sin duda la parte del león. Su política exterior y su economía reposan sobre un equilibrio inestable entre Rusia y Europa (6).

Desde el lanzamiento del “partenariado oriental” en 2009, en un contexto de tensiones gasísticas con Moscú y un año después del conflicto entre Rusia y Georgia, Polonia daba por sentado que desembocaría en alguna forma de adhesión de Kiev a la Unión Europea: la voluntad de arrancar a este país a la influencia rusa guía desde hace décadas la política de Varsovia (7), hasta el punto de que antes incluso de su propia integración en la Unión Europea en 2004, Polonia ya abogaba en favor de la de Ucrania. París y Berlín, por el contrario, se mostraban más prudentes al respecto.

Acompañado de un programa de apoyo que se elevaba a 11.000 millones de euros entre 2014 y 2020, el Acuerdo de Asociación entre Ucrania y la Unión Europea entró finalmente en vigor el 1 de septiembre de 2017. ¿Cuántos europeos se han leído sus 2135 páginas o –dejando de lado los imposibles– han franqueado el puente de los asnos introductorio sobre la paz, el desarrollo sostenible, la transparencia, la sociedad civil y el “diálogo intercultural”? Al raspar esta ganga se descubre lo que propiamente debería llamarse un tratado de anexión voluntaria. Se compone, en primer lugar, de un acuerdo “de libre comercio de alcance amplio y profundo” calcado del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) de 1994. De manera harto clásica, los capítulos consagrados al comercio instan a Ucrania a suprimir la mayor parte de los dispositivos que distorsionan la libre competencia (subvenciones, normas, etc.).

Pero lo esencial está en otra parte: a fin de instaurar relaciones sustentadas “en los principios de la economía de mercado” (artículo 3), Ucrania “se esforzará por […] aproximar gradualmente sus políticas a las políticas de la UE, ateniéndose a los principios generales de estabilidad macroeconómica, solidez de la Hacienda pública y sostenibilidad de la balanza de pagos” (artículo 343). En resumen: la única opción autorizada será la austeridad.

La balanza estaba trucada

Kiev deberá “llevar a cabo las reformas administrativas e institucionales que sean necesarias para aplicar el presente Acuerdo” e “introducir el sistema administrativo efectivo y transparente que se necesita” (artículo 56). Los funcionarios de Bruselas dictan a su “socio” el marco jurídico europeo: del etiquetado en las tiendas a la congelación de las verduras, pasando por la liberalización de los servicios públicos, la libre circulación de capitales, la protección de la denominación de origen del roquefort, etc., hasta imponer la obligación de legalizar la actividad de los lobbies: “Las Partes convienen en […] la necesidad de concertarse periódicamente y en el momento oportuno con los representantes del comercio sobre las propuestas legislativas”, estipula el artículo 77b. Dicho en plata: todo el edificio legislativo ucraniano será remodelado, pese a que la candidatura de Ucrania a la Unión Europea todavía no constaba por entonces en el orden del día.

No hace falta ser un consumado estratega para advertir las intenciones geopolíticas del texto: evocar la “convergencia gradual en el ámbito de la política exterior y de seguridad, incluida la Política Común de Seguridad y Defensa” (artículo 7), promover la ­“cooperación energética, incluidas las cuestiones nucleares”, recomendar “diversificar las fuentes de energía, los proveedores, las rutas de transporte y los métodos de transporte” (artículo 337) a un país en gran medida dependiente de Rusia suena a lanzar un desafío a Moscú. Otros artículos se muestran aún más ofensivos: “Ucrania transpondrá progresivamente el corpus de normas europeas (EN) ­como normas nacionales. […] Simul­táneamente a dicha transposición, Ucrania retirará las normas nacionales que entren en conflicto, incluida su aplicación de las normas interestatales (GOST), desarrolladas antes de 1992” (artículo 56-8), o sea, las normas heredadas del Bloque del Este. Dicho de otro modo: Bruselas requiere a Kiev que “desrusifique” su economía.

La Administración de Yanukóvich (2010-2014), responsable de negociar el acuerdo, buscaba echar un ancla en Occidente para equilibrar la dependencia de Rusia, pero sin enojar a esta última ni mucho menos romper con ella. En vano: Moscú se opuso vigorosamente al “partenariado occidental” y, a fines de 2013, obligó a Ucrania a renunciar a él para unirse a su propia unión aduanera con los países de Asia central, la Comunidad Económica Euroasiática (2000-2015). Habida cuenta de que reposan sobre bases opuestas (economía de mercado y libre competencia por un lado, capitalismo oligárquico por el otro) y que suponen normas distintas, estos dos modelos de friendshoring resultaban incompatibles. A Ucrania, situada geográficamente en la intersección de la Unión Europea con el espacio euroasiático y tironeada por los intereses contrapuestos de sus poderosos vecinos, no le era posible mantener el equilibrio. El ultimátum de Moscú y el golpe de Estado que derrocó a Yanukóvich tras las manifestaciones de la plaza Maidán cortaron el nudo gordiano: Ucrania iría al oeste.

Si bien a nadie se le escapan las consecuencias geopolíticas y militares de esta elección, el coste social del acuerdo de asociación sigue siendo un tema tabú. En él se materializa un concentrado de las décadas de desindustrialización que la clase obrera europea padeció en los años ochenta y noventa del pasado siglo: “modernización y reestructuración de la industria” (artículo 379), “reestructuración del sector del carbón” (artículo 339) –crucial para la economía del Donbás–, “reestructuración y modernización del sector del transporte de Ucrania” (artículo 368), supresión de cualquier ayuda estatal “que falsee o amenace con falsear la competencia” (artículo 262)… ¿Qué peso podían tener los negociadores ucranianos ante los ejércitos de juristas de Bruselas enardecidos por la idea de “garantizar una protección efectiva y adecuada de los inversores” (artículo 383)? Entre una entidad de 27 Estados capitalistas avanzados y un país que “reúne los requisitos para ser considerado país en desarrollo” (artículo 43), la balanza estaba trucada de antemano. A la luz de la lectura de los 44 anexos que pormenorizan las renuncias de Ucrania a su soberanía económica, las declaraciones de amor europeas que siguieron a la invasión rusa de este “país hermano” que “defiende nuestros valores” semejan de repente un tanto hipócritas. “Estos acuerdos de asociación en cierto modo reflejan un espíritu colonial”, había reconocido en 2013 un diplomático occidental destinado en Kiev (8).

Del mismo modo que las naciones de Europa central integradas en la Unión Europea en 2004 (Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría…) proporcionaron un ejército industrial de reserva al Moloc manufacturero alemán –cuyos subcontratistas acudieron en enjambres a estos países (9)–, los nuevos parados ucranianos serán contratados en las fábricas prometidas, que crecerán como setas de los escombros de las acerías bombardeadas por los rusos. Desde la caída del Muro, Bruselas siempre ha organizado las deslocalizaciones ­entre amigos con idéntico objetivo: crearse una “pequeña China” a sus puertas para alimentar con brazos y nuevos mercados a los buques insignia de su industria. Aviso a los trabajadores de la vieja Europa: “Las normas laborales no deben utilizarse con fines de proteccionismo” (artículo 291), advierte el acuerdo. En 2022, el salario mínimo mensual en Ucrania no supera los 180 euros.

La insistencia de Bruselas en legalizar el trabajo desplazado a mediados de la década de los 2000 vuelve a encontrarse en la minuciosidad con la que el acuerdo impone a Kiev “liberalizar progresivamente la prestación transfronteriza de servicios entre las Partes” (capítulo 6), mano de obra pronto proveída por refugiados ucranianos en las zonas comunitarias con mayor poder adquisitivo, mientras que Ucrania acogerá a las grandes empresas francesas, alemanas o polacas ávidas de gestionar la distribución postal y las comunicaciones electrónicas, las aseguradoras y los servicios financieros, todo ello abierto ya a la competencia. Un año después de la firma, en marzo de 2015, las partes se pusieron de acuerdo en un calendario de ejecución. En la lista de prioridades figuran, junto a las reformas anticorrupción, la “desregularización”: “reducir el lastre normativo de las compañías, y en particular, de las pequeñas y medianas empresas”. En la última reunión del Consejo de Asociación –el órgano encargado de supervisar la concretización de los compromisos ucranianos– a finales de enero de 2020, este se felicitó de los progresos realizados… mientras conminaba a Kiev a apresurarse.

Desregularizar el código laboral

La guerra ha precipitado las cosas: el 23 de junio de 2022, Ucrania obtuvo el estatus de candidato a la integración en la Unión Europea. Los anhelos de Polonia se ven por fin colmados y el futuro de las deslocalizaciones entre vecinos se promete radiante. “Soy favorable a la expansión de la UE para incluir a los Estados de los Balcanes occidentales, Ucrania, Moldavia y, con el tiempo, Georgia”, declaró el canciller alemán Olaf Scholz el pasado 29 de agosto. Doce días antes, el presidente ucraniano ratificaba una ley que autorizaba a las pequeñas y medianas empresas (hasta 250 asalariados, es decir, las que dan empleo al 70% de los trabajadores ucranianos) a dejar de aplicar el Código Laboral; en lo sucesivo prevalecerían solo las reglas fijadas por el empleador en el contrato de trabajo. Los sindicatos lograron a duras penas arrancar el compromiso de un restablecimiento del orden de cosas previo tan pronto como se levante la ley marcial. Pero Servidor del Pueblo, el partido de Volodímir Zelenski –que copia el nombre de la serie de televisión que protagonizó–, que llevaba desde finales de 2020 tratando de “reestructurar” la legislación laboral, no piensa quedarse ahí.

“La extrema ‘sobrerreglamentación’ del empleo contradice los principios de la autorregulación del mercado [y] de la moderna gestión del personal”, explicó Hanna Lichman, diputada del partido en el poder (10). Según OpenDemocracy, un medio proeuropeo, hay otro proyecto de ley que supuestamente “introducirá una jornada laboral de 12 horas como máximo y permitirá que el empleador despida a sus trabajadores sin justificación”. Galina Tretiakova, presidenta de la Comisión Parlamentaria sobre Política Social, marcó el rumbo: “Debemos ‘reinicializar’ la legislación laboral y el modelo social, cosa que no se ha hecho desde la transición del país del socialismo a la economía de mercado”. El diputado del partido ­presidencial Danilo Guétmantsev justificó lacónicamente el susodicho programa: “Eso es lo que se hace en un Estado libre, europeo y de mercado” (Telegram, 9 de julio). El pasado 29 de agosto, la ovación de la patronal a Volodímir Zelenski, invitado a pronunciar en línea el discurso inaugural del Encuentro de Empresarios de Francia, no solo se tributaba a su combatividad ante el invasor ruso…

1) The New York Times, 8 de diciembre de 1996.

(2) “Building resilient supply chain, revitalizing American manufacturing, and fostering broad-based growth”, Casa Blanca, junio de 2021. Mi agradecimiento a Alexandre Leguen por sus investigaciones sobre el tema.

(3) Christine Lagarde, “A new global map: European resilience in a changing world”, conferencia en el Instituto Peterson de Economía Internacional, Washington, 22 de abril de 2022.

(4) Shannon K. O’Neil, “The Myth of the Global: Why Regional Ties Win the Day”, Foreign Affairs, Nueva York, julio-agosto de 2022.

(5) “Acuerdo de asociación entre la Unión Europea y sus Estados miembros, por una parte, y Ucrania, por otra”, Diario Oficial de la Unión Europea, L 161, 29 de mayo de 2014.

(6) Cf. Dominic Fean, “Ianoukovitch et la politique étrangère ukrainienne: retour à l’équilibre?”, Politique étrangère, París, 2010.

(7) Sarah Struk, “La diplomatie polonaise: de la doctrine ‘ULB’ au Partenariat Oriental” y “Quelles suites du partenariat oriental vu de Varsovie ?”, www.nouvelle-europe.eu, 23 y 29 de agosto de 2010.

(8) Léase Sébastien Gobert, “Ucrania esquiva la órbita europea”Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2013.

(9) Léase Pierre Rimbert, “El Sacro Imperio económico alemán”Le Monde diplomatique en español, febrero de 2018.

(10) Fuentes de este párrafo: Laurent Geslin, “L’Ukraine profite de la guerre pour accélérer les réformes ultralibérales”, Mediapart, 3 de julio de 2022; Thomas Rowley y Serhiy Guz, “Ukraine uses russian invasion to pass laws wrecking workers’ rights”, OpenDemocracy.net, 20 de julio de 2022; y “Ukraine’s anti-worker law comes into effect”, OpenDemocracy.net, 25 de agosto de 2022.

Pierre Rimbert

Redactor jefe de Le Monde diplomatique.


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