Dossier: Ucrania, la espiral
La amenaza de una guerra nuclear
Al anunciar que ponía en alerta a su fuerza de disuasión, el presidente ruso Vladímir Putin obligó a todos los estados mayores a actualizar sus doctrinas, en su mayoría heredadas de la Guerra Fría. La destrucción mutua asegurada –cuyas siglas en inglés, MAD, significan “loco”– ya no es suficiente para excluir la hipótesis de los ataques nucleares tácticos, supuestamente limitados. A riesgo de una escalada incontrolada.
A nadie se le ha escapado el tono de la respuesta, seco, por no decir exasperado: “¡No se llamen a engaño! Esta idea de que vamos a enviar [a Ucrania] equipos ofensivos, aviones y tanques... Pueden decir lo que les dé la gana, cada uno de ustedes, esto se llamaría la tercera guerra mundial” (1). El 11 de marzo de 2022, Joseph Biden cerró así la puerta a una oposición convencional directa entre Washington y Moscú, rebatiendo enérgicamente las sugerencias de cargos electos y expertos partidarios de una implicación más directa de Estados Unidos en el conflicto. Al mismo tiempo, el presidente estadounidense afirmó que asumiría una eventual escalada extrema si la ofensiva rusa llegara a extenderse al territorio de un miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Queda por tanto establecida una distinción entre un espacio “santuarizado”, el de la Alianza Atlántica, y un territorio ucraniano que entra en una categorización geoestratégica específica. Según Washington, esta requerirá una comprensión precisa y ajustada de las relaciones de fuerza entre los actores enfrentados sobre el terreno, un dominio de los grados de implicación operativa por parte de los partidarios declarados de Ucrania (en particular en lo que respecta a la naturaleza de las transferencias de armas a Kiev) y, sobre todo, la obligación de reevaluar constantemente los límites de la voluntad rusa. Y lo que se contempla como objetivo final es la posibilidad de ofrecer una salida negociada que sea aceptable tanto para los rusos como para los ucranianos.
Algunos explican esta cautela estadounidense refiriéndose a las palabras de Vladímir Putin del 24 de febrero de 2022: “El que intente interponerse en nuestro camino, sea quien sea, o (...) crear amenazas para nuestro país y nuestro pueblo, debe saber que Rusia responderá inmediatamente, y las consecuencias serán como nunca se han visto en toda la historia”. Acompañadas de un nivel superior de alerta de las fuerzas nucleares rusas (“un régimen especial de alerta de combate”), estas palabras entran en lo que puede categorizarse como chantaje. Y, por lo tanto, podrían llevar a considerar la reacción del presidente estadounidense como un paso atrás. Ya el 27 de enero, en el The New York Times, el editorialista neoconservador Bret Stephens llamaba a restaurar el concepto de “mundo libre” y advertía: “El éxito del agresor depende en última instancia de la rendición psicológica de su víctima” (2). En efecto, uno podría sentirse tentado a dar por supuesto que no corresponde al susodicho agresor determinar el nivel de agresividad “aceptable” por parte de quienes, con la ayuda de aliados, intentan defender la inviolabilidad de sus fronteras y su existencia nacional. Ahora bien, esta observación podría aplicarse perfectamente a anteriores crisis internacionales, por ejemplo, el caso de Kuwait invadido por Irak en 1990. El problema es que, treinta años después, el territorio atacado es el de Ucrania, de dimensiones incomparables. Y que el agresor, Rusia, tiene argumentos estratégicos de otra naturaleza que los de Sadam Hussein.
- VLADA RALKO. – De la serie “Kyiv Diary” (‘Diario de Kiev’), 2013-2014
Para entender lo que está en juego en las actuales relaciones entre la Casa Blanca y el Kremlin, así como la irritación de Joseph Biden frente al maximalismo de algunos de sus compatriotas o aliados, quizá sea mejor remitirse a otra declaración más antigua. En este caso, la del ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, cuando en 2018 afirmaba que la doctrina nuclear rusa “limita claramente la posibilidad de utilizar armas nucleares a dos escenarios defensivos: en respuesta a una agresión contra Rusia o sus aliados mediante armas nucleares o cualquier arma de destrucción masiva, o en respuesta a una agresión no nuclear, pero solo si la supervivencia de Rusia está amenazada” (3). Las doctrinas nucleares están abiertas a la interpretación. Desde hace tiempo existe un encarnizado debate entre los expertos en estrategia especialistas de Rusia sobre la lectura correcta de este tipo de recordatorios doctrinales (4). El 11 de marzo, en la revista bimestral Foreign Affairs, Olga Oliker, directora del programa para Europa y Asia Central de la organización no gubernamental International Crisis Group (ICG), consideraba que “la expresión de Putin ‘un régimen especial de servicios de combate’, aunque no se haya utilizado antes, no parece señalar un cambio de calado en la postura nuclear de Rusia” (5).
Pero, aunque solo se trate de la percepción de las cosas, lo que implica el segundo escenario planteado por Lavrov en 2018 –“si la supervivencia de Rusia se ve amenazada”– no puede soslayarse en la crisis actual. La cuestión exacta es saber si los dirigentes rusos consideran realmente el estatus estratégico del Estado ucraniano, y por tanto su posible ingreso en la OTAN, como una cuestión vital. Si la respuesta es afirmativa, esto explicaría por qué, en contra de toda lógica formal, en contra de toda razón política, ofreciendo de ese modo al atlantismo de la OTAN una razón para cerrar filas y dañando irremediablemente el estatus internacional de Moscú, estos líderes pudieron considerar racional atacar unilateralmente a su vecino. Y encima optar por una descarada “nuclearización” de su diplomacia de crisis para excluir a cualquier otro Estado beligerante de la confrontación en curso.
¿Una maniobra cínica, basándose en las debilidades y vacilaciones occidentales con el fin de maximizar la libertad de acción rusa? El ex primer ministro británico Anthony Blair plantea la pregunta en su página web: “¿Es razonable (...) decirle [a Putin] por adelantado que, haga lo que haga militarmente, descartaremos cualquier tipo de respuesta militar? Tal vez esa sea nuestra posición y tal vez sea la posición correcta, pero decirlo una y otra vez, y quitarle esa duda de la mente, es una táctica extraña” (6). Dicho esto, y aunque hay una obvia dimensión maniobrera, ¿quién podría decir con precisión a día de hoy –asumiendo desde ahora una responsabilidad de cara a los acontecimientos futuros– en qué grado este cínico tacticismo ruso, que lograría así cumplir sus objetivos mediante una “santuarización” agresiva, se mezcla con un elemento de convicción estratégica, alimentado por frustraciones cristalizadas en el tiempo? ¿Debemos subestimar la explosividad de esta mezcla en el caso de que el síndrome obsidional ruso fuera “puesto a prueba” frontalmente por los occidentales en Ucrania?
Otros ya se plantearon estas preguntas mucho antes que Biden. Ante la “línea dura” de su Estado Mayor en los primeros días de la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962, John F. Kennedy sintetizó el proceso de toma de decisión de aquel momento crítico no en términos puramente militares, sino esencialmente en términos perceptivos. En el cuarto día de la crisis, acababa de comenzar la reunión del Excomm (el Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional): “En primer lugar –comenzó el joven presidente–, permítanme aclarar, desde mi punto de vista (...) la naturaleza del problema. (...) Debemos preguntarnos primero por qué los rusos han actuado así”. Los archivos desclasificados de aquel momento clave en la historia de las relaciones internacionales muestran que Kennedy evocó a continuación la solución de un bloqueo, la importancia de dejar una salida a Nikita Jruschov, la necesidad de evitar llegar a extremidades nucleares, preservando al mismo tiempo la credibilidad internacional estadounidense. El general Curtis LeMay, jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, le contestó que “este bloqueo y esta acción política conducen a la guerra”. Antes de soltar, con tono lapidario: “Es casi tan negativo como el appeasement [NdlR: la política de apaciguamiento hacia el Tercer Reich alemán] que precedió a Múnich”. El intercambio fue tenso y agresivo. Kennedy, muy seco, dio las gracias a sus generales, unánimes en aconsejarle que tomara medidas militares inmediatas. En los días siguientes hizo exactamente lo contrario. “Se equivocaban –concluye el historiador Martin J. Sherwin en un libro reciente sobre una comparativa de los procesos de toma de decisiones en un periodo de crisis nuclear–. Si el Presidente no hubiera insistido en esta noción de bloqueo, si hubiera aceptado las recomendaciones del Estado Mayor General, secundadas por la mayoría de sus asesores del ExComm, habría precipitado involuntariamente una guerra nuclear” (7).
Esta es la cuestión central, la del valor de las señales nucleares con las que Rusia “envuelve” la agresión convencional que ha premeditado y desencadenado. El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, pone en duda la verdadera determinación de su homólogo ruso: “Creo que la amenaza de una guerra nuclear es un farol. Una cosa es ser un asesino. Otra es suicidarse. Todo uso de armas nucleares significa el fin para todas las partes, no solo para quien las utiliza” (8). En esta cuestión, y a riesgo de parecer pusilánime, Biden parece haber dejado el juicio en suspenso. Por el momento, contiene a sus aliados más agresivos, como los polacos. Y prefiere apoyarse en la fuerza coercitiva de las devastadoras sanciones económicas decididas por algunos países contra Rusia antes que en cualquier iniciativa que le dé a Putin la oportunidad de optar por alguna forma de huida hacia delante en la franja alta del espectro conflictivo. Empezando por el uso de un arma nuclear táctica. Los rusos poseen, al parecer, unas dos mil.
¿Se equivoca el presidente estadounidense? El 14 de marzo de 2022, en el canal CBS, el exjefe del Estado Mayor canadiense, el general Hillier, estimó que la OTAN debería crear una zona de exclusión aérea sobre Ucrania. En su opinión, la advertencia nuclear del presidente Putin debe considerarse un farol. Esta es también la opinión de John Feehery, que fue director de comunicaciones del exlíder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, Tom DeLay: “La debilidad de Biden en Ucrania –reprocha– ayudó a la invasión rusa (...). Cuando Putin sugirió que estaba dispuesto a utilizar armas nucleares para lograr sus objetivos, Biden dijo que nosotros no íbamos a utilizar las nuestras, lo cual me parece que va en contra del fin que persigue la posesión de tales armas. Si nos negamos a usarlas, ¿para qué los tenemos?” (9). Niall Ferguson, historiador en Stanford, se hace eco de estas críticas: “Putin va de farol con el tema nuclear. No deberíamos habernos echado atrás” (10). Y lamenta que “la cobertura mediática se haya vuelto tan sentimental e ignorante de las realidades militares”.
¿Pero de qué “realidades” militares estamos hablando exactamente? En otras palabras, y como podría haber dicho Kennedy: ¿cuál es la naturaleza del problema? La posibilidad de que Rusia utilice primero las armas nucleares en el curso de un conflicto armado que ya ha comenzado. Nina Tannenwald, autora de un libro dedicado a la noción de “tabú nuclear” desde hace tiempo convertido en un elemento central de la teoría de las relaciones internacionales, considera que el riesgo es demasiado grande y apoya la estrategia de espera que por el momento ha elegido Washington: “Pese a los diversos llamamientos en Estados Unidos para la creación de una ‘zona de exclusión aérea’ sobre toda Ucrania o parte de ella, la Administración de Biden se ha mantenido firme en su buen criterio. En la práctica, esto significaría derribar aviones rusos”. Su conclusión es la misma que la del presidente de los Estados Unidos: “Esto podría llevar a la tercera guerra mundial” (11).
Entre los aspectos que definen el conflicto armado en Ucrania, el trasfondo atómico es de hecho el más llamativo. Da la sensación de que el vocabulario y los fundamentos de la estrategia nuclear, relegados durante mucho tiempo al fondo de la anticuada caja de herramientas de la Guerra Fría, fueran de repente objeto de una recuperación acelerada. Se trata de una tendencia clara en los medios de comunicación y en los centros de poder occidentales, a medida que crece la conciencia de la concatenación potencialmente destructora entre los aspectos táctico-operativos y político-estratégicos de la tragedia en curso. A las declaraciones marciales de algunos expertos durante la fase inicial de la guerra han sucedido análisis más sosegados. En muchos sentidos, ya es hora. Járkov no es Kabul. Máxime si se tiene en cuenta la preocupante evolución del debate nuclear contemporáneo.
Hasta época relativamente reciente, una determinada ortodoxia atómica, establecida desde el final de la Guerra Fría en paralelo a la reducción concertada de los arsenales estratégicos de las dos antiguas superpotencias, había llevado a confinar una parte muy concreta de los arsenales atómicos a una especie de periferia doctrinal: las armas nucleares denominadas “tácticas” por su potencia y alcance. Desde 1945 hasta la década de 1960, estas armas habían desempeñado, sin embargo, un papel fundamental en los planes de guerra estadounidenses, especialmente en el continente europeo. El objetivo era contrarrestar la superioridad convencional soviética con el efecto sobrecompensatorio de las armas nucleares, que debían actuar como mecanismo prohibitivo en el campo de batalla. Así lo expresaba en 1954 la doctrina Dulles, por el apellido del entonces secretario de Estado estadounidense: “Estados Unidos –comentó– dispone de fuerzas navales y aéreas equipadas con nuevas y potentes armas de precisión que pueden destruir completamente objetivos militares sin poner en peligro los centros civiles” (12). Un año más tarde, el presidente Dwight Eisenhower dijo que “no veía ninguna razón por la que no debieran utilizarse del mismo modo que una bala o cualquier otra cosa” (13).
A partir de la década de 1960, sin embargo, el nuevo principio de destrucción mutua asegurada fue quitando gran parte de su empleabilidad potencial a las armas nucleares tácticas (ANT), por los riesgos de escalada extrema que conllevaban. De forma muy progresiva, la expresión “ataque nuclear limitado” pasó a ser considerada como un arriesgado sofisma: cualesquiera que sean los argumentos de ciertos especialistas convencidos de que es posible “ganar” una guerra nuclear “graduando” una respuesta atómica y controlando los niveles de escalada (el más famoso es Herman Kahn, del Instituto Hudson), un arma nuclear, aun calificada de “táctica” según una categorización por lo demás arbitraria, sigue vinculada a un horizonte potencial de destrucción absoluta. Las obras de Thomas Schelling, en particular The Strategy of Conflict (1960 y 1964 en traducción española), seguida de Strategy and Arms Control (1961), contribuyeron a esta toma de conciencia.
Desde este punto de vista, la doctrina francesa convertirá progresivamente el rechazo a la graduación nuclear en una de sus características esenciales. Aunque mantiene la posibilidad de un disparo de advertencia “único y no renovable”, el presidente Emmanuel Macron precisó así en febrero de 2020 que Francia “siempre ha rechazado que las armas nucleares puedan ser consideradas como un arma de combate”. Asimismo, afirmó que París “nunca entrará en una batalla nuclear ni en ningún tipo de respuesta graduada” (14). Antes de la década de 2010, era posible concebir que una posición doctrinal de esta naturaleza, unida a una “estricta suficiencia” en términos de arsenal (menos de 300 ojivas por parte de Francia), atrajera a otros actores poseedores de armas nucleares. Y podía argumentarse que, con excepción de algunos casos concretos (como el de Pakistán), las armas nucleares tácticas “habían quedado arrinconadas en la trastienda de las retóricas y de las planificaciones militares y políticas” (15).
Esta tendencia se invirtió hace unos diez años. En el mundo de los estudios estratégicos, estamos asistiendo a un retorno de lo que se conoce como las “teorías de la victoria nuclear”. Las convicciones de sus actuales representantes se basan en reflexiones antiguas. Por ejemplo, las de Henry Kissinger, entonces profesor de Harvard, que cuestionó en 1957, en Nuclear Weapons and Foreign Policy, la pertinencia de la disuasión estadounidense extendida a Europa, partiendo de la premisa de que una amenaza de destrucción total pesara sobre el propio santuario estadounidense: “Al basarnos en la noción de guerra total como principal criterio de disuasión –escribió–, estamos socavando nuestro sistema de alianzas de dos maneras: o bien nuestros aliados sienten que cualquier esfuerzo militar por su parte es inútil, o bien llegan a convencerse de que la paz, incluso rindiéndose, es mejor que la guerra (...). A medida que se conoce mejor la capacidad destructiva de las armas modernas, se antoja cada vez menos razonable suponer que Estados Unidos, y mucho menos el Reino Unido, estén dispuestos a suicidarse para defender una zona, por importante que sea, ante un enemigo” (16). Una de las soluciones preconizadas fue reintegrar las armas nucleares tácticas en la dialéctica de la disuasión ampliada a territorios aliados, con el fin de ofrecer a los responsables políticos estadounidenses opciones intermedias entre el Armagedón y la derrota sin guerra. De ese modo se “restauraba” la disuasión global mediante la creación de “peldaños de escalada” adicionales. Estos supuestamente debían materializar un diálogo de disuasión “subapocalíptico”, antes de que el impacto alcanzara el sanctasanctórum de los intereses vitales de uno u otro de los adversarios principales, derivándose de ello una escalada extrema. Muchos de los desarrollos doctrinales de la década de 1970 profundizarían en esta lógica de forma más radical, en particular los de Colin Gray en un artículo de 1979, de nuevo en boga y explícitamente titulado: “Estrategia nuclear: alegato por una teoría de la victoria” (17).
En 2022, los nuevos teóricos de la victoria nuclear también rechazan la “parálisis” que induciría un concepto demasiado rígido de la disuasión. Sus convicciones estratégicas han encontrado una forma de semioficialización en la Nuclear Posture Review de la Administración de Trump, publicada en 2018 (18). ¿Cuál es la influencia de sus teorías en el lado ruso? ¿Ha optado el Kremlin por una confusión entre las capacidades de disuasión nucleares y convencionales, dentro de un continuo de acción operativa? En cualquier caso, los autores que, valiéndose de armas de efecto reducido o ultrarreducido (low-yield o ultra-low yield weapons), defienden el horizonte de un posible uso de las armas nucleares en su forma “táctica”, insisten sobre todo en la necesidad de contrarrestar a los partidarios de estrategias híbridas. Atraídos por la lógica de los hechos consumados, Estados piratas apostarían cada vez más por la “aversión al riesgo mayor” de los Estados-potencias dotados de armas nucleares, al menos cuando estos se enfrentan a una crisis que no implica su propio santuario nacional.
Como se ve, los planteamientos de Kissinger en 1957 sobre las flaquezas intrínsecas de cualquier disuasión nuclear ampliada conservan toda su actualidad. Ahora bien, el efecto de oportunidad que siempre puede aprovechar un pirata estratégico sin armas nucleares lo sería por partida doble en el caso de un agresor que sí dispusiera de disuasión nuclear. Un Estado-potencia que actuara como un Estado-pirata, por resumir. Esto es precisamente lo que evidencia hoy la maniobra rusa en Ucrania. Se juntan las reticencias ante una respuesta occidental desproporcionada que podría conducir a una escalada nuclear y la responsabilidad que ante la historia asumiría cualquiera –agresor o agredido– que rompiera el “tabú” del uso de armas nucleares militares por primera vez desde Hiroshima y Nagasaki. “Puede que esta cautela y estas concesiones no aporten satisfacción emocional –admite Olga Oliker–. No cabe duda de que las propuestas para que las fuerzas de la OTAN ayuden directamente a Ucrania tienen un atractivo visceral. Pero estas propuestas aumentarían considerablemente el riesgo de que la guerra se convirtiera en un conflicto más amplio, potencialmente nuclear. Por lo tanto, los líderes occidentales deberían rechazarlas de plano. No hay opción más peligrosa”.
Ya presagiada en varios casos de crisis ocurridas en la última década, la tercera era nuclear ha comenzado de verdad en Ucrania. En 2018, el actual jefe de Estado Mayor de la Armada francesa, el almirante Pierre Vandier, definió con precisión este cambio de era estratégica, que se perfila de forma angustiosa tras la agresión rusa: “Varios indicios –escribió entonces– sugieren que estamos entrando en una nueva era, una ‘tercera era nuclear’ continuación de la primera, basada en la disuasión mutua entre los dos Grandes, y de la segunda, que albergó la esperanza de una eliminación total y definitiva de las armas nucleares tras el fin de la Guerra Fría” (19). Una tercera era en la que se plantearán nuevas preguntas sobre la solidez –y la pertinencia– de las “reglas lógicas (...) aprendidas con grandes sudores como durante la crisis de Cuba” (20); en la que se someterá a examen la racionalidad de los nuevos actores en su forma de ejercer la posesión de medios nucleares. En la que se evaluará críticamente el valor del “tabú” nuclear, ya que algunos lo agitan ahora como un tótem. “Si nos negamos a utilizarlas, ¿por qué las tenemos?”: leer declaraciones como esta podría llevar a pensar que el famoso comentario afligido de Albert Einstein de 1964 sigue teniendo plena vigencia. “El poder desatado del átomo –suspiró– lo ha cambiado todo, excepto nuestra forma de pensar”. Ya en aquella época, sin embargo, Einstein no estaba en lo cierto. Pronto se escribieron cantidades gigantescas de contribuciones empeñadas en aclarar los equilibrios y desequilibrios del diálogo disuasorio. La utilidad actual de esta literatura teórica e histórica es, desde luego, más que variable, y a veces lleva a conclusiones que remiten propiamente a un delirio lógico. Sin embargo, de esta masa desigual emergen aún algunos análisis que arrojan luz en aras de una comprensión crítica de la crisis nuclear ucraniana (21).
Uno de estos trabajos, en particular, concierne los desafíos de volver a las teorías de la victoria nuclear en las condiciones de la “tercera era atómica”. Robert Jervis, profesor de la Universidad de Columbia y pionero de la psicología política aplicada a las relaciones internacionales, fallecido el 9 de diciembre de 2021, se propuso demostrar que es posible salir del dilema de seguridad que hace que cada actor considere sus propias acciones como defensivas y las de su competidor como “naturalmente” ofensivas. Romper la espiral de inseguridad resultante de esta distorsión implica, según él, desarrollar el intercambio de señales que permitan diferenciar los medios ofensivos y defensivos en los arsenales de los adversarios. Esto podría ofrecer posibilidades fructíferas para interpretar el comportamiento ruso, sugiriendo, por ejemplo, que lo que motiva una táctica agresiva a menudo es más la aversión a pérdidas que la esperanza de ganancias.
En una crisis de carácter nuclear, todas las estrategias son “subóptimas”. Sin embargo, hay una opción peor que todas las demás: afirmar que el líder contrario está loco y tratar el enfrentamiento con él como un “juego del gallina” en el que perderá el primero que ceda. A lo que esto conduce es a la destrucción mutua (no cedo a pesar de la locura del adversario) o a la derrota sin guerra (cedo en razón de su locura). En las últimas semanas, algunos parecen aceptar que esta combinación, la peor de todas, pueda merecer el nombre de “estrategia”.
(1) Steven Nelson, “That’s called World War III: Biden defends decision not to send jets to Ukraine”, New York Post, 11 de marzo de 2022.
(2) Bret Stephens, “Bring back the free world”, The New York Times International Edition, 27 de enero de 2022.
(3) Jon Queally, “World leaders denounce Trump’s new nuclear posture”, Common Dreams, 4 de febrero de 2018.
(4) Kristin Ven Bruusgaard, “The myth of Russia’s lowered nuclear threshold”, War on the Rocks, 22 de septiembre de 2017.
(5) Olga Oliker, “Putin’s nuclear bluff. How the West can make sure Russia’s threats stay hollow”, Foreign Affairs, Nueva York, 11 de marzo de 2022.
(6) Nadeem Badshah, “Tony Blair: West has fortnight to help end war in Ukraine”, The Guardian, Londres, 15 de marzo de 2022.
(7) Martin J. Sherwin, Gambling with Armageddon: Nuclear Roulette from Hiroshima to the Cuban Missile Crisis, Knopf Doubleday, Nueva York, 2020.
(8) Caroline Vakil, “Zelensky calls Putin nuclear threat a ‘bluff’”, The Hill, 3 de marzo de 2022.
(9) John Feehery, “Biden’s weakness on Ukraine invited Russian invasion”, The Hill, 8 de marzo de 2022.
(10) Niall Ferguson: “Poutine bluffe sur le nucléaire, nous n’aurions pas dû reculer”, L’Express, París, 12 de marzo de 2022.
(11) Nina Tannenwald, “‘Limited’ tactical nuclear weapons would be catastrophic”, Scientific American, 10 de marzo de 2022.
(12) Department of State Bulletin, Washington D. C., 21 de marzo 1955.
(13) Andrew Glan, “Eisenhower defends use of nuclear weapons, March 16 1955”, Politico, Washington D. C., 16 de marzo de 2019.
(14) Discurso del presidente Emmanuel Macron sobre la estrategia de defensa y disuasión ante los becarios de la 27.º promoción de la École de Guerre, 7 de febrero de 2020.
(15) Hans M. Kristensen y Matt Korda, “Tactical nuclear weapons 2019”, Bulletin of the Atomic Scientists, vol. 75, n.° 5, 2019.
(16) Citado en Lucien Poirier, Des stratégies nucléaires, Hachette, París, 1977.
(17) Olga Oliker, “Putin’s Nuclear Bluff”, op. cit.
(18) Véase Michael Klare, “Washington relanza la escalada nuclear”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2018.
(19) Pierre Vandier, La dissuasion au Troisième âge nucléaire, Le Rocher, París, 2018.
(20) Ibid.
(21) Robert Jervis, The Logic of Images in International Relations, Columbia University Press, Nueva York, 1969, y, con fecha más reciente, How Statesmen Think, Princeton University Press, 2017.
Olivier Zajec