Una nueva generación de yihadistas
En Irak, el resurgir del Daesh
Aprovechando un vacío de seguridad en los territorios disputados entre el Estado central iraquí y el gobierno regional del Kurdistán, una situación socioeconómica muy degradada y los resentimientos provocados por la omnipotencia de las milicias chiíes, la Organización Estado Islámico resurge de sus cenizas y su guerrilla se expande en el centro de Irak.
A pocos kilómetros al suroeste de la ciudad de Kirkuk, en el interior de la base militar que alberga a la 5.ª división de la policía federal iraquí, una columna de vehículos aparca en fila india, con sus fusiles ametralladores apuntando al cielo. El general Haider Youssef, de 69 años, se prepara para salir. Sentado tranquilamente en el jardín de su base-fortaleza, el oficial hace gala de una serenidad a prueba de bombas. Al menos, esa es la imagen que quiere proyectar, evocando con orgullo los recientes éxitos de sus tropas contra los “supervivientes” de la Organización Estado Islámico (OEI, también conocida por el acrónimo árabe “Daesh”). Responsable del operativo de seguridad en la provincia de Kirkuk, no se muestra muy comunicativo en relación a las bajas sufridas por sus tropas en los últimos meses.
El perímetro que se dispone a recorrer con su convoy es, sin embargo, muy peligroso. Nos encontramos en la parte oeste de lo que actualmente se conoce en Irak como el nuevo “triángulo de la muerte”. Durante la década de 2000, este término se refería al bastión insurgente suní al norte y al oeste de Bagdad, especialmente en las ciudades de Faluya, Tikrit, Ramadi y Bakuba; hoy se emplea para designar a una zona de profunda inestabilidad que ha surgido en los últimos años a caballo entre tres provincias: Kirkuk en el norte, Diyala en el sudeste y Salaheddine en el sudoeste.
En esta área, casi siempre al amparo de la noche, grupos de hombres que reivindican estar adscritos a la OEI atacan a diario las posiciones de las fuerzas de seguridad iraquíes, a civiles o a infraestructuras petroleras o eléctricas. Esta estrategia de hostigamiento ha adquirido una nueva dimensión desde principios de 2021: “De los 995 atentados registrados entre el 1 de enero y el 20 de octubre de 2021 a nivel nacional, 655 se produjeron en el triángulo Kirkuk-Saladino-Diyala –según estimaciones del politólogo francoiraquí Hardy Mède–. La Organización del Estado Islámico parece ahora tener la capacidad de tomar una ciudad. Se está entrando en una nueva etapa, pasando de los ataques selectivos al control del territorio”.
Derrotada oficialmente en Irak desde 2017, la OEI supo adaptarse inmediatamente a la situación posterritorial, abandonando las principales ciudades y replegándose a las zonas rurales de difícil acceso. Este nuevo despliegue se ha visto facilitado por el persistente vacío de seguridad en los territorios que se disputan el Estado iraquí y el Gobierno Regional del Kurdistán (GRK) (1). Esta franja de unos 40.000 kilómetros cuadrados, de la que las fuerzas kurdas se habían retirado en septiembre de 2017 bajo la presión de Bagdad (2), ha visto la llegada simultánea de diversos actores militarizados iraquíes –en particular las milicias chiíes de las Unidades de Movilización Popular (Hachd Al-Shaabi)–. Sin embargo, a falta de un acuerdo político entre Erbil y Bagdad, ninguna de estas fuerzas está en condiciones de imponer su autoridad en la zona. Esta confusión ha permitido a la OEI reestructurarse, al posibilitar el movimiento de sus mandos y combatientes dentro de un cinturón que comprende desde la frontera siria hasta la iraní.
A lo largo de la ruta 24, que discurre hacia el sudoeste en dirección a Tikrit, los cuarteles pueblan el paisaje. Cuesta creer que en esta zona rural altamente militarizada reine la inseguridad. Y sin embargo... Fue aquí donde, durante la noche del 4 al 5 de septiembre de este año, la OEI llevó a cabo un ataque de una intensidad inusitada, en el que mató a 13 efectivos de la policía federal durante una emboscada.
La cordillera de Hamrin, que marca la frontera sur de los territorios en disputa, se vislumbra en el horizonte. “De ahí provienen la mayor parte de nuestros problemas”, comenta el coronel Bassam Kazem. Más locuaz que el general Youssef y visiblemente afectado por las recientes pérdidas humanas, el oficial habla de un “santuario” para los combatientes de la OEI y no duda en calificar esta zona como “la más peligrosa de Irak”. Un sector históricamente inestable que ya fue refugio de la organización Al Qaeda durante la década de 2000.
El escarpado terreno de Hamrin, de difícil acceso, alberga una amplia red de galerías y túneles excavados desde hace mucho tiempo en el entramado de cuevas naturales y artificiales. Principalmente es desde esta base operacional –que, según los militares iraquíes, oculta numerosos zulos para almacenar armas– donde los combatientes de la OEI llevan a cabo una parte importante de sus ataques en la región. “Hemos localizado varios escondrijos –nos explica el coronel Kazem–. Había sacos de dormir y restos de comida. Pero también somos conscientes de que los yihadistas son bienvenidos en los pueblos de los alrededores. Los habitantes de esta región son hostiles a nuestra presencia. Esto nos obliga a tener que asegurar todos nuestros movimientos”.
Gracias al apoyo de las poblaciones suníes de las tres provincias, los combatientes de la OEI han echado raíces mucho más allá de Hamrin, especialmente en el sur de los territorios en disputa. Vulnerables, las fuerzas armadas iraquíes se ven abocadas a quemar la vegetación que da cobijo a los yihadistas en las llanuras. Junto a las carreteras, el paisaje devastado habla por sí solo. Aunque, a la hora de proporcionar cifras, las autoridades militares iraquíes hablan de “varios centenares” de combatientes, parece, sin embargo, que la organización yihadista tiene una presencia mucho más numerosa. En la primavera de 2020, unas semanas antes de su asesinato, el investigador iraquí Hicham al Hachemi –especialista en movimientos yihadistas que secundó las protestas que denunciaban el control de Teherán sobre Irak– mencionaba la hipótesis de “1200 miembros activos” y “entre 85 y 200 pueblos abandonados en el triángulo, usurpados por el Estado Islámico y convertidos en campamentos, depósitos o centros de mando” (3). Un año después, otros interlocutores con los que nos hemos reunido en Bagdad plantean la posibilidad de que haya varios miles de hombres preparados para entrar en acción, una hipótesis plausible a la vista de la espectacular intensificación de los atentados en los últimos meses.
En el puesto de control que delimita las provincias de Kirkuk y Saladino, atrincherados tras gruesos muros de hormigón, los soldados controlan las idas y venidas de los vehículos. Las miradas de los pasajeros son a veces temerosas, a veces desafiantes. La escena no deja lugar a dudas: aquí, las fuerzas de seguridad iraquíes operan en territorio hostil. Este puesto, situado en un terreno montañoso de Hamrin, es como una línea del frente, un punto caliente en el que a algunos de los guardias les resulta difícil ocultar su angustia ante una amenaza difusa pero permanente.
¿Cuál es el perfil de estos combatientes? Adel Tahman, quien trabaja para la inteligencia de la policía federal, explica: “La mayoría de los yihadistas que actúan en la región tienen más de treinta años y son veteranos de ‘Daesh’, para el que lucharon de 2014 a 2017. Nunca han sido arrestados, pero muchos están fichados y conocemos sus trayectorias. A estos se han sumado combatientes más jóvenes que no participaron en la guerra anterior”. El general Youssef confirma la irrupción de una nueva generación de soldados de la OEI e insiste en el hecho de que comparten “la misma ideología” que sus mayores. La conclusión es evidente: la Organización Estado Islámico, aunque haya sido derrotada y se haya replegado a zonas inhóspitas, no solo ha vuelto a las andadas gracias a sus supervivientes, sino que está aumentando sus filas.
Aunque la policía federal presume de tener “fuentes fiables” sobre el terreno, parece que los combatientes de la OEI también se apoyan en informadores fieles. Consecuencia: muchas de las intervenciones policiales acaban en fracaso, lo que supone una afrenta, si tenemos en cuenta los gigantescos recursos que a veces se movilizan y que terminan convertidos en meras operaciones de comunicación muy ridiculizadas por la población local.
“La OEI no encuentra dificultades para reclutar entre unas poblaciones empobrecidas y sin futuro, sobre todo porque, desde 2003 [fecha de la invasión estadounidense], todos han tenido un contacto cercano o lejano con la insurgencia en esta región”, señala el investigador Arthur Quesnay, autor de un libro sobre los conflictos en la provincia de Kirkuk (4). Los civiles se encuentran así bajo una doble amenaza: por una parte, la de los yihadistas, que no dudan en extorsionarlos, secuestrarlos o asesinarlos, y, por otra, la de las fuerzas de seguridad, que siembran el terror con cada intervención y que cometen también actos de extorsión, así como de represalia, tras los atentados de los que son víctimas. Además, también se producen ajustes de cuentas y expediciones de castigo entre civiles. El 26 de octubre, la OEI cometió una matanza en una aldea chií de la región de Diyala (15 muertos). Al día siguiente, la tribu atacada sitió una aldea suní acusada de complicidad con los yihadistas (11 muertos).
La multiplicación de actores armados en los territorios en disputa –policías, militares, miembros de las fuerzas especiales, milicianos chiíes– es un factor agravante del clima de inseguridad general: la falta de cooperación y los enfrentamientos regulares entre los diferentes componentes no contribuyen a restablecer la confianza. Los casos de corrupción y fraude en los que están implicadas principalmente las milicias chiíes también agravan la desconfianza de esta región de mayoría suní, que ve con muy malos ojos la proliferación de grupos paramilitares vinculados a Teherán.
¿Nos dirigimos a una nueva guerra internacional contra la OEI? Por el momento, Irak, apoyado hasta 2017 por una coalición de más de sesenta países, se encuentra abandonado en esta nueva batalla. El dinero ya no llega y el “socio” estadounidense ha entrado en una dinámica de desvinculación. En Bagdad, por paradójico que parezca, el resurgir de la OEI no genera demasiada preocupación. Esto se debe a que el país está sumido en un pozo de dificultades, cada una más candente que la anterior: cerca de un tercio de los cuarenta millones de iraquíes vive en la pobreza, el desempleo alcanzó el 13,74% en 2020 –la cifra más alta en los últimos veinte años– y el temor a los conflictos inter o incluso intracomunitarios sigue siendo fuerte. En Bagdad existe el temor de que las milicias chiíes rivales recurran a las armas para dirimir sus conflictos, mientras que en el Kurdistán reaparece el espectro de la guerra civil que enfrentó a la Unión Patriótica del Kurdistán (PUK) y al Partido Democrático del Kurdistán (PDK) en la década de 1990.
Las elecciones anticipadas del 10 de octubre agravaron la tensión política, ya que varios actores, incluidas las milicias chiíes, rechazaron el resultado de los comicios. El 7 de noviembre, el primer ministro Mustafá al Kazimi sobrevivió al ataque de un dron contra su residencia. El atentado se produjo en el marco de una fuerte agitación postelectoral. “Las fuerzas políticas iraquíes del país están centradas solo en su propia agenda y no parecen tener en cuenta hasta qué punto es peligroso el redespliegue de la Organización Estado Islámico”, lamenta el sociólogo francoiraquí Adel Bakawan, que acaba de publicar un ensayo sobre la turbulenta historia de Irak (5).
En contraste con las luchas intestinas en Bagdad y Erbil, el potente regreso de la OEI parece un hecho. Sobre el terreno, nuestros interlocutores de la policía federal confiesan “no haber realizado ningún progreso en la lucha contra ‘Daesh’” desde hace varias semanas y mencionan tímidamente “un bloqueo por problemas políticos”. La fuerza de choque de la OEI es ahora tal que los yihadistas están en condiciones de atacar lejos de sus bases: así sucedió el 30 de octubre, cuando dos peshmergas kurdos fueron asesinados a más de cincuenta kilómetros al norte de Kirkuk, relanzando el debate sobre la cooperación en materia de seguridad entre las fuerzas kurdas e iraquíes.
Aunque el posible regreso de las fuerzas kurdas a los territorios en disputa es una de las muchas cuestiones indirectas que están en juego en este resurgir, no hay indicios de que esto vaya a suponer una mejora de la seguridad. Porque si la OEI ha sobrevivido a su derrota militar en 2017 es debido a que las guerras y las operaciones antiterroristas no resuelven nada por sí solas. A falta de una verdadera voluntad política de reintegrar territorialmente la región y abordar sus numerosos problemas socioeconómicos, la historia parece destinada a repetirse. Esto es tanto más cierto cuanto que la ley del talión ejercida por el aparato de seguridad iraquí agrava el resentimiento de las poblaciones que, desde hace casi veinte años, solo han conocido la ocupación militar o la marginación. Es en este vacío político, de seguridad y socioeconómico donde la Organización del Estado Islámico sigue abriéndose paso.
(1) Véase Shahinez Dawood, “Kirkouk la disputée”, en Le combat kurde, 1920-2020, Manière de voir, n.º 69: febrero-marzo de 2020.
(2) Véase “Un référendum pour rien?”, en Le combat kurde, op. cit.
(3) “ISIS Thrives in Iraq’s ‘Money and Death’ Triangle”, Newlines Institute, Washington, 11 de agosto de 2020, https://newlinesinstitute.org/
(4) La guerre civile irakienne. Ordres partisans et politiques identitaires à Kirkouk (2003-2020), Karthala Éditions, París, 2021.
(5) L’Irak, un siècle de faillite. De 1921 à nos jours, Tallandier, París, 2021.
Laurent Perpigna Iban