Hoy celebramos 30 años de protección de la Antártida, la última frontera de nuestro planeta y uno de los pocos ecosistemas que permanece prácticamente intacto por el ser humano.
Hasta 20 millones de pingüinos anidan, bucean y buscan alimento en este vasto continente de hielo. Las ballenas migran miles de kilómetros para alimentarse de krill en sus aguas gélidas. Incluso hoy en día, seguimos descubriendo nuevas especies en las profundidades del océano Antártico.
Pero debajo del hielo, hay algo más: petróleo. Cientos de miles de millones de barriles. Por eso en la década de los 80, los gobiernos y las empresas quisieron repartirse la Antártida y empezar a buscar crudo, a pesar de que un solo vertido podría devastar la zona.
Teníamos que actuar. Sabíamos que los gobiernos sólo podrían reclamar la Antártida si construían una base allí. Así que, para ganarnos un lugar en la mesa de negociaciones del tratado Antártico, establecimos nuestra propia base.
En 1987, zarpamos al extremo sur del planeta. Nos dijeron que era ridículo. Al principio, los gobiernos recibieron nuestra base antártica con mucha hostilidad. Pero después de siete años de campaña, Greenpeace pasó de ser objeto de risa a convertirse en un actor respetado en las negociaciones por el futuro del continente.
Gracias a nuestro trabajo, poco a poco, más y más países fueron sumándose a la prohibición de perforar en busca de combustibles fósiles. Y finalmente, el 4 de octubre de 1991 se firmó este visionario acuerdo que hoy celebramos, el Protocolo de Madrid, que prohibía toda explotación minera y petrolífera en el continente helado. Con dos lecciones importantes: respetar los límites planetarios y aprender a vivir dentro de ellos, en lugar de correr hacia los confines del mundo para explotarlos, y que todo es posible cuando trabajamos juntos.
Esta es la historia de cómo ganamos y cómo podemos volver a ganar.
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