https://youtu.be/l3b0fSeeRqc?si=UqH-znikX5i4kExP Vídeo de l'activista uruguaià Whashington Castro que informa sobre la brutal dictadura que ha viscut el seu país i la falta de reparacions per a aquells que van sofrir les seves conseqüències.
Whashington Castro, d'origen uruguaià, va exposar el passat dilluns, 17 de juny, davant els pensionistes convocats a la Plaça Universitat de Barcelona que aquest 27 de juny es compleixen 51 anys del Cop d'Estat cívic-militar feixiste que va disoldre les càmares de representants a l'Uruguay, és a dir, el Parlament Uruguaià. Els autors del Cop d'Estat van il·legalitzar, entre altres, a la Convención Nacional de Trabajadores, la Federación de Estudiantes de Uruguay i van il·legalitzar també a diversos partits integrants del Frente Amplio.
"Nosaltres avui, ha dit Washington Castro, som víctimes del terrorisme d'estat. Des d'aquella època hem estat emigrant per tots els països que ens han acollit. I avui em toca a mi estar aquí representant a un col·lectiu de l'Uruguai i davant el Consolat del nostre país a Barcelona. Estem realitzant una recollida de signatures per a presentar el pròxim 27 de juny davant el Consolat un document que repudia aquest cop d'estat i l'hem encapçalat amb les paraules que va pronunciar una persona que fa pocs dies, el 14 de juny, hagués complert 96 anys, el Che Guevara, que deia que si érem capaços de commoure'ns d'indignació cada vegada que es compleix una injustícia en qualsevol part del món érem companys i això és molt més que ser d'un mateix poble o nació.
Llavors, companys, apel·lant a la vostra solidaritat els demano que signin aquesta proclama en la que exigim el compliment de la resolució 60/147 de l'ONU (1)de reparació de totes les víctimes del terrorisme d'estat...."
Washington Castro ha finalitzat el seu discurs amb aquestes paraules:
"Exigim l'anul·lació de la llei de caducitat d'impunitat de l'Estat, perquè es jutgi als culpables del crim de lesa humanitat. Exigim judici i càstig als culpables i exigim VERITAT I JUSTÍCIA. I diem que el feixisme , com deien els espanyols a Madrid, NO PASSARÀ."
(1)La resolució 60/147 de l'Assemblea General de les Nacions Unides , Principis i directrius bàsics sobre el dret a un recurs i reparació per a les víctimes de violacions greus del dret internacional dels drets humans i violacions greus del dret internacional humanitari , és una resolució de les Nacions Unides sobre els drets de les víctimes de crims internacionals. Va ser adoptat per l'Assemblea General el 16 de desembre de 2005 en el seu 60è període de sessions. Segons el preàmbul, el propòsit de la Resolució és assistir a les víctimes i els seus representants en l'alleujament reparador i orientar i encoratjar als Estats en la implementació de polítiques públiques de reparació.
La Resolució consta de 27 principis que descriuen l'obligació de tots els estats membres de l'ONU de respectar i implementar el dret internacional dels drets humans i el dret internacional humanitari . És la primera codificació dels drets de les víctimes de violacions de drets humans a la reparació i els recursos, i a l'accés a la justícia dins dels sistemes legals interns.
Antecedents de la notícia.
A 51 años del golpe en Uruguay. Un racconto personal de la historia contemporánea de mi país
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Este mes de junio conmemoramos el 51 aniversario del golpe en Uruguay. Mi país rara vez aparece en los titulares de los medios de comunicación mundiales –más allá de nuestra participación más o menos exitosa en torneos de fútbol continentales o mundiales–, pero puede ofrecer lecciones útiles para otros países. El golpe uruguayo se produjo unas pocas semanas antes del derrocamiento de Salvador Allende en Chile y tres años antes de la toma del poder por los militares en Argentina, marcando el comienzo de un oscuro periodo de la historia latinoamericana caracterizado por la dura represión política y la imposición de políticas neoliberales que más tarde se aplicarían en otras regiones.Regiones
La dictadura, los militares, el poder económico y los colaboracionistas
La dictadura fue brutal. Los militares y civiles que usurparon el gobierno durante 11 años (hasta febrero de 1985) aplicaron un siniestro programa de terrorismo de Estado. Miles de hombres y mujeres de todas las edades fueron secuestrados, torturados, privados de libertad, recluidos en centros de detención oficiales o clandestinos, asesinados o forzados al exilio. Más de 7.000 personas, entre ellas adolescentes, fueron condenadas por tribunales militares sin garantías jurídicas. 197 ciudadanos uruguayos, muchos fuera del país –en el marco del Plan Cóndor, un esquema de coordinación de la represión ideado por las dictaduras del Cono Sur– siguen desaparecidos. Más de 200 personas murieron en ejecuciones extrajudiciales, en sangrientos operativos de las fuerzas de seguridad, en prisión o en las cámaras de tortura.
Los militares no actuaron solos, y la dictadura ya podía esbozarse con varios años de antelación. Los grupos que controlaban el poder económico y apoyaron las medidas represivas impuestas por las democraduras lideradas por Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry (los dos presidentes de derecha antes de que los militares asumieran el control total del gobierno) fueron los mismos que celebraron la clausura del Parlamento en 1973 y participaron en el diseño del Plan Nacional de Desarrollo 1976-1977, representando intereses empresariales vinculados a las facciones derechistas de los dos partidos tradicionales.
También fue importante el apoyo prestado por una red de intelectuales de perfil y orientación ideológica similares a los Chicago Boys que respaldaron la dictadura dirigida por Augusto Pinochet en Chile, quienes confluían en torno al semanario Búsqueda. Estos académicos, investigadores y periodistas se presentaban como liberales, pero dejaban claro que si fuera necesario limitar la libertad política para construir la tan ansiada libertad económica estaban dispuestos a aceptar esa contrapartida. Otros sectores sociales y políticos que apoyaron a la dictadura fueron las facciones de extrema derecha de los dos partidos tradicionales, redes cristianas conservadoras y bandas paramilitares neofascistas surgidas a mediados del siglo XX.
Como ya había ocurrido anteriormente en Brasil, los militares golpistas estaban interesados en controlar el gobierno para poner en marcha un proyecto económico y social mucho más amplio y participar activamente en el diseño y aplicación de las políticas públicas. Al interior de los círculos empresariales, aunque no había acuerdo unánime con las ideas y acciones de los militares, existía una preocupación generalizada por el rumbo incierto de la gestión económica del gobierno en aquel momento y un interés compartido por reducir la influencia del movimiento sindical.
Más allá del apoyo de otros agentes políticos y económicos, el actor central de este proceso fue el ejército, que se había purgado internamente eliminando a las facciones opuestas al golpe. La purga también incluyó la marginación (y, según algunos historiadores y periodistas, incluso la eliminación física) de los oficiales peruanistas; es decir, militares interesados en tomar el poder para promover reformas sociales y económicas ‘progresistas’ como las aplicadas por los militares peruanos después de que el general Juan Velazco Alvarado derrocara al gobierno democrático de ese país en octubre de 1968.
También hay que tener en cuenta la existencia de un amplio sector de la sociedad uruguaya que apoyó pasivamente el golpe. Muchos hombres y mujeres comunes que no participaban activamente en organizaciones políticas o sociales no se opusieron a la toma violenta del poder, de forma similar a lo que se observó posteriormente en Chile y Argentina. Aunque en aquella época no existían encuestas sistemáticas de opinión pública, en mayo de 1973 la empresa de sondeos Gallup realizó una encuesta muy reveladora. Según ese sondeo, el 52% de los encuestados afirmaba que las acusaciones de corrupción de los militares contra los políticos (un eje del discurso militar para justificar la disolución del Parlamento) eran ciertas, y sólo el 27% entendía que eran exageradas. En la misma línea, el 60% estaba de acuerdo con la afirmación de que los parlamentarios no se interesaban por el bienestar del pueblo y el 70% opinaba que abusaban de sus grandes privilegios, mientras que el 44% sostenía que los militares eran más respetuosos con la Constitución y las leyes que los políticos y sólo el 23% decía lo contrario. Es imposible verificar la calidad y el rigor metodológico de esa encuesta. Aun así, estos datos dan una idea del descrédito de la élite política que coincide con las conclusiones de otras investigaciones sociales de esa época. Ante esta realidad, la coalición cívico-militar que tomó el poder político en junio de 1973 se propuso desmantelar los llamados “aparatos ideológicos de la sedición”, que incluía a todos los partidos políticos, los sindicatos, las instituciones educativas y la prensa.
Las terribles heridas causadas por la dictadura siguen abiertas. La disolución del Parlamento en junio de 1973 indujo la reconfiguración de una sociedad que, a pesar de las cinco décadas transcurridas, aún no ha podido reconstruirse plenamente. Vivo fuera de mi país por motivos personales, pero nunca me he exiliado. Decenas de miles de uruguayos mayores que yo no tuvieron otra opción: se vieron obligados a exiliarse y la mayoría nunca regresó. Según datos recopilados por demógrafos de la Universidad de la República (mi universidad, orgullosamente pública), los registros migratorios arrojaron un saldo negativo de 310.000 personas entre 1963 y 1985, equivalente al 12% de la población en ese período. Las tasas netas de emigración alcanzaron su punto máximo entre 1972 y 1976, mostrando el impacto del agravamiento de la crisis política y el advenimiento de la dictadura.
La resistencia
En cierto modo, la dictadura fue la respuesta esperada a la intensa agitación política y social que había caracterizado al Uruguay en la década anterior. A partir de 1959, los sucesivos gobiernos experimentaron con políticas de mercado. Los problemas económicos, el aumento del coste de la vida, la caída de los salarios reales y la extensión de las luchas sociales se encontraron con respuestas represivas por parte del Estado. En 1962, las marchas de los cañeros desde la frontera norte hacia Montevideo tornaron visible la existencia de otro país, muy diferente al Uruguay urbano, contribuyendo a la radicalización y unificación del movimiento sindical. En la década de 1960 se fortaleció la coordinación entre los diversos sindicatos de trabajadores del Estado (en un país con un extenso sistema de administración pública y una amplia red de empresas estatales) y el acercamiento entre las diversas tendencias ideológicas activas en el movimiento obrero.
Durante la década de 1960 Uruguay se vio afectado por la estanflación, con una economía estancada y una inflación de dos dígitos derivada de la incapacidad del sistema político para plantear una alternativa al modelo de sustitución de importaciones. En ese contexto, en 1965, los sindicatos organizaron el Congreso del Pueblo, en el que participaron representantes de sindicatos, estudiantes, cooperativas, jubilados, intelectuales y pequeños empresarios. Las organizaciones representadas en el Congreso del Pueblo acordaron múltiples propuestas para hacer frente a la crisis económica y social, afrimando la urgente necesidad de reformas radicales en la propiedad de la tierra, el comercio exterior, los sectores industrial y bancario, la fiscalidad y la educación. En este contexto, en 1966, se fundó la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), órgano de representación de los trabajadores y de coordinación de las luchas obreras en todo el país.
En los cinco años anteriores al golpe se intensificaron las luchas sociales y se agravó la violencia política, en particular el enfrentamiento entre las organizaciones guerrilleras y el gobierno. La represión estatal incluyó la ilegalización de cinco partidos de izquierda y el cierre de los medios de comunicación de la oposición. El candidato conservador del Partido Colorado, Juan María Bordaberry, ganó las elecciones de noviembre de 1971. Unos meses más tarde, en junio de 1973, Bordaberry y las fuerzas armadas dieron el golpe con el firme apoyo de cámaras empresariales y sectores políticos de derechas. La CNT y la Federación de Estudiantes Universitarios (FEUU) convocaron una huelga general, ocupando centros de trabajo y locales universitarios hasta el 12 de julio. La huelga terminó con cientos de trabajadores y estudiantes detenidos y miles de huelguistas despedidos sin indemnización. Con la CNT ilegalizada, los sindicatos pasaron a la clandestinidad. La resistencia adoptó muchas formas creativas a lo largo del periodo, incluyendo la organización en las prisiones políticas y en países de todo el mundo donde sindicalistas y activistas de izquierdas se habían exiliado.
En 1980, los militares en el poder convocaron un plebiscito para aprobar un nuevo texto constitucional de claro perfil autoritario. A pesar de la fuerte campaña propagandística del gobierno y de la ausencia de espacios legales para la acción antidictatorial, el resultado sorprendió al mundo: la ciudadanía rechazó la reforma constitucional con el 57% de los votos válidos, lo que a la postre desencadenó el proceso de apertura democrática.
Mis primeros pasos como activista social y político tuvieron lugar en mi ciudad, en 1982. Para entonces la dictadura ya había autorizado el funcionamiento de los dos partidos tradicionales y convocado a elecciones internas, en las que triunfaron los sectores democráticos. La izquierda, aún proscrita y con sus principales dirigentes encarcelados o en el exilio, llamó a votar en blanco. A pesar de las súplicas de mi madre para que no me involucrara en actividades políticas, junto a compañeros del liceo, por las noches, yo repartía volantes y pintaba graffitis en las paredes de Paysandú llamando al voto en blanco.
Durante los dos últimos años de la dictadura se intensificaron las movilizaciones sociales en las calles. En abril de 1982 se creó la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública (ASCEEP), que recuperó la tradición y el espíritu militantes de la FEUU y de otras organizaciones estudiantiles anteriores a la dictadura. También se reforzaron las organizaciones de derechos humanos, en particular el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ). El movimiento sindical resurgió: en 1983, un grupo de jóvenes sindicalistas organizó la primera manifestación del Primero de Mayo en torno a la consigna Libertad, Trabajo, Salario y Amnistía, dando lugar al Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT). La conmemoración del Primero de Mayo de 1984 expresó la convergencia simbólica de dos generaciones de militantes sindicales, la más joven (PIT) y la más antigua (CNT), bajo el lema “un movimiento sindical unificado” y rebautizando la confederación sindical como PIT-CNT.
Otro actor social importante en la lucha contra el autoritarismo fue el movimiento cooperativo, en particular la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda de Ayuda Mutua (FUCVAM). Mi padre, Lucio Chaves, fue uno de los fundadores de Covisan 9, una cooperativa de viviendas para trabajadores donde crecí en las afueras de mi ciudad. Frente a la prohibición de los sindicatos y el cierre de otros espacios asociativos, las cooperativas de viviendas –que desde finales de los años sesenta se habían extendido por todo el país– se convirtieron en un espacio privilegiado para la organización de la clase trabajadora. El 26 de febrero de 1984, la FUCVAM lanzó una jornada nacional de lucha contra una resolución que obligaba a las cooperativas a abandonar la propiedad colectiva de las viviendas. Junto con otros miembros de mi familia y amigos de mi barrio recorrimos la ciudad recogiendo firmas en defensa de la vivienda como un bien común. La jornada terminó con más de 300.000 firmas recogidas en menos de 12 horas (en un país de tres millones de habitantes), lo que se recuerda como uno de los hitos de la lucha del pueblo uruguayo contra el autoritarismo.
En noviembre de 1984 voté por primera vez, en unas elecciones que habían surgido de un pacto infame entre los generales y las direcciones de los dos partidos nacionales, con los líderes de la izquierda aún prohibidos y muchos compañeros y compañeras todavía en prisión. Las elecciones se saldaron con el triunfo del Partido Colorado y la reapertura del Parlamento y de todas las instituciones democráticas. La sociedad uruguaya recuperaba las libertades públicas, las puertas de las prisiones políticas se abrían y mucha gente exiliada regresaba al país.
Lamentablemente, el retorno de la democracia no significó justicia para las víctimas de la dictadura. En 1986, a pesar de la fuerte oposición de la bancada del Frente Amplio, los dos partidos tradicionales que ocupaban la mayoría de los escaños en el Parlamento aprobaron una ley de nombre ridículo y contenido espantoso: la “Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado”, que bloqueaba el procesamiento de militares y colaboradores civiles acusados de violar los derechos humanos durante la dictadura. Los sindicatos, las organizaciones estudiantiles, el movimiento cooperativo y las asociaciones de defensa de los derechos humanos se organizaron rápidamente y convocaron un referéndum en abril de 1989. Sin embargo, los votos fueron insuficientes para derogarla: el 56% de la ciudadanía reafirmó la ley de impunidad.
Uruguay: uno de los primeros laboratorios del neoliberalismo
Mi decisión de estudiar (convirtiéndome en el primera de mi familia en acceder a la universidad) y luego dedicarme a la economía política estuvo muy influida por el entorno social en el que nací y crecí y por las dificultades cotidianas que mi familia tuvo que superar durante la dictadura. Soy el menor de siete hijos de un padre que trabajaba en una fábrica de la industria alimentaria y una madre que fue empleada doméstica durante cuatro décadas. Durante la dictadura, con la inflación constante y la disminución del poder adquisitivo de los salarios, mi familia –mi madre, en particular– tuvo que administrar cuidadosamente los escasos recursos disponibles para comprar alimentos y otros artículos de primera necesidad. La experiencia de mi familia no fue única, ya que la pobreza y la desigualdad derivadas de las políticas económicas de la época alteraron radicalmente el perfil mesocrático de la sociedad uruguaya.
La dictadura se convirtió en un laboratorio ideal para la experimentación con ideas neoliberales. Entiendo por neoliberalismo (uno de mis principales intereses de investigación durante las últimas dos décadas) aquella corriente de pensamiento económico centrada en el supuesto papel central del mercado y que conduce a estrategias políticas orientadas a una mayor liberalización comercial y financiera, la desregulación de las actividades económicas y la reducción del papel del Estado en los asuntos económicos y sociales. Aunque a los investigadores uruguayos interesados en estos temas nos gusta discrepar sobre la caracterización del modelo económico aplicado entre 1973 y 1985, tendemos a coincidir en que la dictadura no estableció un modelo nuevo u original sino que profundizó las políticas de liberalización y desregulación que se venían aplicando parcialmente desde la aprobación de la reforma monetaria y cambiaria de 1959.
Al principio, entre 1973 y 1977, la dictadura se mostró reacia a aplicar las recetas neoliberales en su forma más pura. La gravedad de la crisis política y económica obligó al gobierno a intentar reducir la inflación y estimular el crecimiento tras dos décadas de estancamiento. Una frase que los militares y otros funcionarios del gobierno repetían entonces era “seguridad para el desarrollo y desarrollo para la seguridad”. Proponían la industrialización de la economía basada en el apoyo a los ‘sectores no tradicionales’ para exportar, con la introducción de exenciones fiscales, facilidades de crédito, ventajas arancelarias y controles de precios. Al mismo tiempo se aplicó una dura política salarial que, al reducir los ingresos reales de los trabajadores, disminuyó los costes de las empresas privadas y redujo la participación de los salarios en el PIB del país. Según datos oficiales, entre 1973 y 1984 los ingresos de los trabajadores cayeron una media del 50% en términos reales.
Más en línea con la ortodoxia neoliberal, a partir de 1974 los responsables de la política económica se centraron en atraer capital extranjero para aumentar la inversión y acelerar la liberalización y la apertura exterior del sistema financiero uruguayo y del mercado de divisas. En 1974, el Banco Central del Uruguay (BCU) permitió la libre convertibilidad de la moneda nacional (el peso) para las transacciones financieras nacionales e internacionales y la libre transferibilidad de capitales. En 1976 se eliminaron el curso forzoso de la moneda nacional y los topes de divisas de los bancos, con la previsible consecuencia de una dolarización a gran escala de la economía.
A partir de 1978 se produjo otro cambio importante, con el abandono de la idea de un crecimiento basado en la industrialización impulsada por las exportaciones y una fuerte apuesta por la desregulación y la liberalización del comercio. Al mismo tiempo, el Ministerio de Economía hizo pública la intención de convertir a Uruguay en una plaza financiera. Asimismo, la persistencia de la inflación llevó a la aplicación de un plan de estabilización basado en la devaluación gradual de la moneda con un tipo de cambio diario preanunciado. Se eliminaron los controles de precios y las reservas obligatorias y se liberalizó el tipo de interés. En noviembre de 1979 se modificó el sistema fiscal eliminando las cargas sobre los depósitos bancarios y los ingresos corporativos, al tiempo que se ampliaba la gama de actividades a las que se aplicaba el impuesto sobre el valor añadido y se elevaba la base impositiva, con graves repercusiones en la capacidad de las familias trabajadoras para acceder a bienes y servicios básicos.
En 1982, tras la moratoria de pagos de la deuda anunciada por México, que provocó un shock que hizo que el sistema financiero internacional cortara el flujo de capitales hacia América Latina, se interrumpió el crédito externo a la economía uruguaya. Esa restricción aumentó la demanda de dólares y desencadenó una brusca devaluación en noviembre de ese año, cuando el BCU agotó sus reservas. El plan de estabilización desmoronó y el dólar se disparó, causando graves perjuicios a particulares y empresas locales endeudados en divisas.
Como consecuencia, la deuda externa de Uruguay se cuadruplicó entre 1981 y 1982. Al mismo tiempo, la crisis bancaria generada por las dificultades para recuperar los préstamos denominados en dólares llevó al gobierno a hacerse cargo de las deudas incobrables de los bancos privados en quiebra. Estas medidas, que supusieron un alto coste para las finanzas públicas y la sociedad en su conjunto, unidas a la profunda recesión de la economía mundial y a la crisis de la deuda en América Latina, contribuyeron a sumir a Uruguay en una recesión que duraría hasta el final de la dictadura. Entre 1981 y 1983, el PIB uruguayo cayó un 15%, mientras que a nivel industrial la caída fue aún más pronunciada, del 23%.
Cinco décadas después...
Avancemos al año 2023. Uruguay se ha posicionado otra vez como un faro de democracia para América Latina y el mundo. Según el Democracy Index que elabora anualmente la Economist Intelligence Unit (que monitorea avances y retrocesos políticos en 167 países a partir de indicadores referidos a los proceso electoral y el pluralismo, las libertades civiles, el funcionamiento del gobierno, la participación ciudadana y la cultura política) en la actualidad solo existen 22 democracias plenas en el mundo, y mi país es una de ellas. Uruguay ocupa el puesto 11 en ese índice, el más alto de las Américas y por encima de muchos países supuestamente más avanzados, como Canadá, Alemania, Australia, Japón, Reino Unido, Austria, España, Francia y (obviamente) Estados Unidos.
La actual democracia uruguaya está lejos de ser perfecta, pero quienes sufrimos la dictadura aprendimos a valorar la importancia de las libertades políticas, las elecciones, los partidos políticos, un sistema judicial independiente, el Parlamento y otros componentes de las democracias liberales. Cinco décadas después, con la experiencia de la dictadura a nuestras espaldas, los uruguayos valoramos la democracia y hemos aprendido que su ausencia es mucho peor que todas sus posibles limitaciones y defectos. En este marco, la izquierda –que en los años previos al colapso institucional se había acostumbrado a concebir la violencia política como un resultado natural de la injusticia social– se ha reposicionado como la fuerza política más democrática del país y la más reacia al autoritarismo (salvo contadas y criticables excepciones).
Asimismo, a pesar de la devastación social causada por las políticas económicas de la dictadura, Uruguay ha logrado recuperar sus históricamente altos indicadores de bienestar social y hoy es caracterizado como un país de muy alto desarrollo humano por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
Uruguay sigue siendo el país socialmente más avanzado y menos desigual de América Latina. Aun así, la brecha que se amplió durante la dictadura no se ha reducido, y el gabinete económico del actual gobierno parecería que está leyendo un manual escrito por los ministros de economía y finanzas de la dictadura. Entre 2019 y 2022 la participación de los asalariados en el PBI cayó un 2%, mientras que la del capital aumentó en la misma proporción, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y el BCU. Al mismo tiempo creció la pobreza: hoy hay 42.000 pobres más que en 2019, de los cuales casi el 20% son niños. La política económica de la dictadura pretendía una desregulación salvaje del mercado laboral basada en la represión sindical. El objetivo era abaratar los costes laborales para aumentar los beneficios empresariales. En consecuencia, los salarios se ajustaron a la baja durante todo el periodo autoritario. La similitud entre las políticas aplicadas por la coalición conservadora que gobierna Uruguay desde 2020 y por la dictadura hace cinco décadas no es una mera coincidencia.
El legado del golpe sigue siendo observable en muchos frentes. Mientras escribo este texto, leo en la prensa uruguaya que antropólogos forenses de mi universidad han encontrado restos óseos enterrados en un cuartel militar de las afueras de Montevideo. Según la Asociación de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, esos huesos son, casi con toda seguridad, los restos de un compañero asesinado por los verdugos del terrorismo de Estado. Algunos de los asesinos y torturadores más reconocidos de aquella época, militares y civiles, están finalmente en prisión. Muchos otros, sin embargo, siguen libres o han muerto sin haber sido juzgados por ningún tribunal.
El pasado 20 de mayo, como cada año, una marea de decenas de miles de personas marchó por la principal avenida de Montevideo para reclamar verdad y justicia por los 197 hombres y mujeres desaparecidos tras ser detenidos por las fuerzas de seguridad entre 1973 y 1984. Portando carteles en blanco y negro con los rostros de los desaparecidos y margaritas, el símbolo de la causa, los manifestantes reafirmaron la exigencia de una respuesta clara por parte del Estado. Al final de la Marcha del Silencio, Alba González, madre del desaparecido Rafael Lezama –un militante estudiantil que tenía 23 años cuando fue desaparecido– leyó un comunicado en el que exigió “con más fuerza que nunca la búsqueda de nuestros familiares, que no puede seguir siendo una búsqueda a ciegas. Es necesario que quienes tengan información la den. Es urgente romper el silencio y detener la cultura de la impunidad”.