Dossier: Escalada en Ucrania
Una izquierda desarmada ante la guerra
Cuando estallaba una guerra en Europa que amenazaba con sepultarla, oradores de izquierda y manifestantes pacifistas alzaban la voz. No es así en el caso de Ucrania. Mientras el conflicto se enquista y los medios de comunicación enardecen los ánimos, la izquierda europea carece de discurso propio.
Desde el pasado febrero, el riesgo de una guerra nuclear no deja de hacer irrupción en nuestra actualidad diaria. Sin embargo, en la mayor parte de países del mundo, los partidos políticos desvían la mirada. Varios candidatos estadounidenses al Senado –la asamblea que más directamente se ocupa de la política exterior– se pasaron una hora debatiendo sin pronunciar la palabra “Ucrania”; no se ha convocado ninguna manifestación multitudinaria a su propósito; la diplomacia parece estar en punto muerto; la práctica totalidad de los medios de comunicación están persuadidos de que la amenaza nuclear solo es un chantaje de Rusia con el fin de hacer olvidar la cadena de derrotas militares de su Ejército. Como el oso está acorralado, nos explican, es normal que ruja, pero va de farol, no vale la pena preocuparse. Sobre el terreno, aumenta la intensidad de los combates y los bombardeos suceden a los sabotajes. Fuera de allí, nos empeñamos en hablar de otras cosas.
Así pues, fue en medio de una indiferencia casi general como el pasado 3 de octubre se celebró en la Asamblea General francesa un debate sobre Ucrania. Por un prurito de caridad, más valdría que cayera en el olvido. Las azoradas declaraciones de unos diputados preocupados por defenderse de toda connivencia en el pasado con el presidente Vladímir Putin rivalizaron con peroratas grandilocuentes sobre el “mundo libre” que diríanse exhumadas de la naftalina de los años cincuenta. Como en todo conflicto en el que Estados Unidos se ha involucrado desde la guerra de Corea, responsables políticos sin carácter y periodistas que de la historia de la humanidad solo conocen los años 1938 y 1939 menudean sus sempiternas analogías: Múnich, Daladier, Chamberlain, Stalin, Churchill, Hitler.
Estos últimos veinte años, se nos ha presentado a Sadam, Milosevic, Gadafi y Asad como otras tantas reencarnaciones del Führer alemán: volvemos a las andadas casi cada cinco años. En esta ocasión es a un tal Putin, “el señor del Kremlin”, a quien le toca interpretar el papel. Y cada vez nos exhortan a combatir al demonio de turno, pero también a castigarlo, a hundirlo, a destruirlo, so pena de que se extiendan sus designios criminales. Después se repite la escena en la que descubrimos, asombrados y afligidos, que lo que viene después del monstruo abatido no siempre es el modelo de democracia liberal e inclusiva que nos habían prometido: a Muamar el Gadafi lo sucedieron milicias mafiosas, y la Organización del Estado Islámico (OEI) prosperó en el vivero de los expartidarios de Sadam Husein. Ahora bien, en el caso de la guerra de Ucrania, no solo son los neoconservadores, apóstoles de los grandes presupuestos militares y de una perpetua guerra civilizatoria, los que respaldan la arriesgada apuesta de un “cambio de régimen” en Moscú, sino también algunos militantes de izquierda a los que les gustaría que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) permitiera a Kiev reconquistar su territorio nacional en su integridad, incluida Crimea. ¿Cómo poner remedio a la confusión que se deriva de semejantes posturas?
En 1961, en el apogeo de la Guerra Fría, George F. Kennan, el teórico estadounidense de la contención (containment) de la Unión Soviética, alertaba a sus compatriotas (y a algunos más): “No hay nada más egocéntrico que una democracia que presenta batalla. Se convierte pronto en víctima de su propia propaganda de guerra. Tiende entonces a atribuir un valor absoluto a su causa, lo que deforma su visión de todo lo demás. Su enemigo se convierte en la encarnación de todo mal; su propio bando, en el centro de toda virtud. Su confrontación suele ser percibida en términos apocalípticos: si perdemos, todo está perdido, ya no valdrá la pena seguir viviendo, no quedará nada que salvar. Si ganamos, todo se volverá posible, […] las fuerzas del bien se desplegarán sin hallar obstáculo, las más nobles aspiraciones se verán satisfechas” (1).
En el caso de la guerra de Ucrania, la tentación de un “maniqueísmo democrático” de esta naturaleza resulta tan irresistible como demoledores son los errores del Gobierno ruso: ha violado la integridad territorial de su vecino en unas fronteras internacionales reconocidas por todos y se obstina en pisotear el derecho a la existencia del pueblo ucraniano; en consecuencia, es responsable de una transgresión contemplada por la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que prohíbe esa forma de recurso a la fuerza. Por si fuera poco, Rusia, miembro fundador de la ONU, impide a esta organización desempeñar su papel de garante de la paz internacional, ya que el Consejo de Seguridad, en el que dispone de derecho de veto, es el único organismo habilitado para sancionar a un agresor. En este sentido, actúa como lo hizo Estados Unidos cuando la guerra de Irak, aunque con un agravante. Pese a haber reconocido las fronteras de Ucrania en el momento de su independencia, en 1991, en 2014 ya se anexionó una parte del territorio de su vecino: Crimea. Y acaba de adjudicarse varias anexiones más, el Donbás y algunas regiones del sur de Ucrania que, por lo demás, solo controla en parte.
Por último, el Ejército ruso encadena destrucciones, crímenes de guerra y violaciones (léase el artículo “El arma de la violación en el banco de los acusados”). No necesariamente en mayor medida que otras tropas de ocupación: recordemos a Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, los B-52, el uso generalizado de defoliantes como el agente naranja, la masacre de 500 civiles perpetrada por el teniente William Calley en la aldea de My Lai el 16 de marzo de 1968. Pero quién se acuerda de todo ello si nadie se ocupa ya de refrescar la memoria, y menos aún ahora que, desde el pasado 24 de febrero, está prohibido señalar hecho alguno susceptible de mancillar la toga inmaculada de Occidente y los cuentos de hadas que lo glosan en el papel de salvador de los humildes y los débiles frente a tiranos sedientos de sangre. El hecho de que nos endilguen tantas mentiras piadosas no hace sino atestiguar la regresión intelectual y el clima de intimidación en los que vivimos (2), con el riesgo que conlleva de convertirnos nosotros mismos, por miedo a molestar, en esos “sonámbulos” que se despertaron en agosto de 1914.
1914. Unos días antes de que se desencadene la Gran Guerra, el público francés tiene la mirada puesta en otra parte, lejos de Sarajevo, lejos de la “línea azul de los Vosgos”, la antigua frontera franco-alemana. En julio, en el Palacio de Justicia de París, se celebra el juicio a Henriette Caillaux, que meses atrás había asesinado al director de Le Figaro, Gaston Calmette, a quien juzgaba responsable de una campaña de difamación contra su marido, Joseph Caillaux, un hombre triplemente culpable a ojos de un periódico de derechas de la época por ser de izquierdas (hasta cierto punto), hostil al militarismo y el arquitecto del impuesto sobre la renta, cuya aprobación acaba de votarse en la Asamblea Nacional. Henriette Caillaux es absuelta el mismo día en que Austria-Hungría declara la guerra a Serbia. Llega a punto seguido la movilización general. El 22 de agosto, mueren 27.000 soldados franceses en un solo día. Para entonces todos se han olvidado del caso Caillaux, como tal vez nosotros mismos olvidemos bien pronto la muerte de Isabel II y las mil polémicas subalternas o sucesos escabrosos que desvían nuestra atención de la guerra de Ucrania.
Antes de que el volcán hiciera erupción, nosotros ya mirábamos hacia otro lado cuando la lava caldeaba el Donbás, el Kremlin y el cuartel general de la OTAN. A estas alturas resulta innecesario recordar la sucesión de provocaciones que llevaron a Moscú a creer que los estadounidenses, contrariamente a los compromisos adquiridos en los días de la reunificación alemana, trataban de acercarse a las fronteras rusas, atraer a su campo a las antiguas repúblicas soviéticas y amenazar así el sistema estratégico de Rusia. En tiempos de la Unión Soviética, los occidentales evitaban este género de audacias y jamás habrían tolerado que uno de sus rivales estratégicos asentara los reales en las fronteras de Estados Unidos. La crisis de Cuba lo dejó bien claro en octubre de 1962.
Pero por aquel entonces, ambas superpotencias, aunque enfrentadas en lo esencial, evitaron limitarse al registro de la provocación, la escalada y la guerra. La ausencia de información en tiempo real y la menor nocividad de los medios de comunicación sin duda ayudaron. Un acuerdo secreto desenredó la crisis de 1962 y evitó el apocalipsis. La retirada de los misiles soviéticos de Cuba fue seguida no solo por el compromiso de Washington de no invadir la isla –que se hizo público–, sino también por el desmantelamiento de los misiles estadounidenses en Turquía –que no fue desvelado–. Por entonces los jefes de Estado occidentales no dejaban que los periodistas escucharan las conversaciones con sus homólogos rusos; sabían que la diplomacia no es lo mismo que las relaciones públicas. También se abstenían de dar, como hace Putin, interminables y exaltados discursos en los que cada frase suena a ultimátum.
La crisis de Cuba tuvo efectos calmantes. Washington y Moscú consideraron que la magnitud de los riesgos corridos les imponía sustituir en lo sucesivo la Guerra Fría por una coexistencia pacífica. “Aun defendiendo sus intereses vitales –concluyó John Kennedy en junio de 1963–, las potencias nucleares deben evitar toda confrontación que obligue al adversario a elegir entre una retirada humillante y una guerra nuclear”. El presidente estadounidense instó a sus diplomáticos a evitar “las pequeñas provocaciones inútiles y la retórica hostil” (3).
De momento, en el conflicto en Ucrania no se atisba ni un desenlace feliz ni sabiduría de ese género. Esta guerra acabará mal de todos modos. La hipótesis de una Ucrania arrasada por Rusia, sometida y desguazada por su vecino, no es a día de hoy la más verosímil. Sin lugar a dudas, supondría un revés espectacular para Estados Unidos y la OTAN, pero obraría en favor de un nacionalismo ruso autoritario y reaccionario, aliado a la Iglesia ortodoxa y la extrema derecha. Resulta casi sonrojante formular la siguiente obviedad, pero no hay causa progresista que valga que pueda salir beneficiada de semejante resolución.
Inútil, sin embargo, exagerar la amenaza que una derrota de Ucrania cernería sobre toda Europa fingiendo creer que, si mañana cae Odesa, es de suponer que Moscú atacará Londres, Berlín o París. Tras ocho meses de guerra, las tropas rusas se han estancado en el Donbás rusohablante de un modo tal que debería reprimir cualquier consideración seria de que quieran o puedan amenazar a Polonia o Lituania, Estados miembros de la OTAN.
Pero la guerra tampoco acabará bien si Rusia sale a la vez vencida y humillada. Sin duda, una victoria militar de Ucrania, lograda gracias a la descomunal ayuda de los países occidentales, pondría fin a la agresión rusa y restablecería la soberanía, al menos formal, de Kiev sobre el conjunto del territorio nacional. Pero, suponiendo que ese desenlace no llevase a Moscú a tomar riesgos insensatos para contrarrestarlo –nucleares incluidos–, algo así no se quedaría en una victoria del pueblo ucraniano. También reforzaría la posición de Estados Unidos en el mundo, menoscabada tras las debacles iraquí y afgana, y consolidaría la hegemonía estadounidense sobre una Unión Europea que ha renunciado definitivamente a toda ambición de autonomía estratégica. Por último, tal final desembocaría en una sumisión duradera de Ucrania a la OTAN, esto es, en la certeza de un estado de tensión permanente con Rusia, un vecino que no dejaría de madurar su revancha.
Tanto en un caso como en otro, el rechazo a una solución diplomática que permita a los protagonistas evitar la “retirada humillante” que temía Kennedy probablemente signifique que las grandes potencias, en lugar de enfrentarse por fin al problema del cambio climático y las relaciones de dominación entre Estados, elegirán dedicar sus energías a rearmarse durante décadas. Cierto es que, en ocasiones, a la derrota de Rusia le siguieron reformas democráticas en el país –como la abolición de la servidumbre años después de la guerra de Crimea o la limitación del poder autocrático del zar tras la victoria de Japón en 1905–, pero no hubo ningún “cambio de régimen”. Y el peligro de una escalada nuclear no existía.
En Europa y en Estados Unidos, la izquierda está alineada o intimidada. En otras partes, a menudo se muestra dúplice, “campista”. Alineada cuando se adhiere a la política de la OTAN, que no carece de responsabilidad en el conflicto. Se le puede conceder que lo haga para apoyar a un país invadido que tiene derecho a defenderse y a liberar su territorio por los medios que elija, incluso solicitando ayuda extranjera. Pero, al obrar así, esta izquierda también se adhiere a una cuestión esencial para los Gobiernos a los que combate. Y, enredada en una nueva “unión sagrada”, renuncia a manifestar la menor autonomía, la menor propuesta, cosa que, por lo demás, responde a lo que sus adversarios siempre han esperado de ella: que demuestre su “espíritu de responsabilidad” y bata palmas al compás. “Contrarrestar militarmente la agresión rusa obliga, dadas las actuales relaciones de fuerza, a contemporizar con la OTAN –concluye el periodista Edwy Plenel (Mediapart), que ya había apoyado con fervor la guerra de la Alianza Atlántica en Kosovo a finales del siglo pasado–. Ante esta trágica alternativa, el imperialismo ruso no nos deja opción” (4).
Otra izquierda, en gran medida silenciosa, no cree ni en la legitimidad ni en la eficacia de las sanciones occidentales, pero las defiende para evitar ser injuriada. A decir verdad, cuando se le pregunta por Ucrania, se apresura a cambiar de tema. En Francia, en cuanto la izquierda alineada con la OTAN –es decir, socialistas y ecologistas– saca pecho al saberse respaldada por la casi totalidad de los sectores dirigentes y la clase mediática, la otra izquierda, integrada por comunistas y el partido Francia Insumisa, se pone de perfil, preocupada ante todo por dejar que pase la tormenta y preservar la alianza improbable constituida meses atrás entre todos ellos. Esta fractura entre atlantistas y “no alineados” no es nueva. El 20 de abril de 1966, François Mitterrand y sus compañeros socialistas Max Lejeune y Guy Mollet presentaron una moción de censura contra el Gobierno del general De Gaulle. ¿Sus razones? El por entonces presidente de la República, al retirar las fuerzas francesas de la OTAN, había “aislado a Francia y creado por ello una situación peligrosa para nuestro país”. En un momento en que Francia se implica junto con sus aliados atlánticos en una guerra susceptible de enfrentarla con Rusia, la divergencia entre ambas izquierdas se antoja un desmembramiento, por más que encuentren un terreno común en la defensa del medio ambiente y el poder adquisitivo…
A veces calificada de “campista”, existe otra izquierda, pujante en América Latina y en el mundo árabe, que se proclama antimperialista y se adhiere, como en tiempos de la Unión Soviética, a la mayor parte de las tesis de Moscú. En ocasiones uno se pregunta si esta tiene en cuenta hasta qué punto la Rusia de hoy se identifica, según la fórmula del intelectual marxista Stathis Kouvélakis, con “un Estado capitalista cuya clase dominante está constituida por una oligarquía creada gracias al saqueo de las antiguas propiedades del Estado, con la total aprobación y la ayuda de los occidentales” (5). Algunos militantes libertarios ucranianos añaden que no solo hacen frente “a una guerra entre Estados que se disputan una posición geopolítica”, sino “también a una guerra descolonizadora de liberación nacional”, dado que Moscú impone Gobiernos títeres, sustituye la moneda ucraniana por el rublo y vuelve obligatoria la enseñanza del ruso (6).
Por último, esta izquierda antimperialista ataca legítimamente la alineación de Ucrania y la Unión Europea con Estados Unidos, pero se abstiene de recordar que el hombre que ha precipitado esta mutación geopolítica, así como la adhesión de dos Estados de la Unión Europea a la OTAN –Finlandia y Suecia–, se llama Vladímir Putin. Los enemigos del presidente ruso gustan de remachar que fue oficial del KGB. Pero, a la vista del balance de sus acciones desde el pasado febrero, cabría preguntarse qué más hubiera podido hacer para servir a los intereses de Estados Unidos de haber sido, como lo fue George H. W. Bush, director de la CIA…
Y es que, pese a que los partidarios de una victoria total de Ucrania fingen no caer en la cuenta de ello, Rusia ya ha perdido su apuesta. Sus reveses militares han menoscabado el crédito que merecía su Ejército; su temeridad ha reforzado la presencia de Estados Unidos en el Viejo Continente; su agresión ha fortalecido un sentimiento nacional ucraniano cuya existencia negaba el presidente ruso al hablar de “un mismo pueblo” (y eso aunque en Crimea y el Donbás, entre otros lugares, numerosos habitantes rusoparlantes sigan sintiéndose más cercanos a Moscú que a Kiev). Por último, Rusia depende más estrechamente que nunca de China, tanto para venderle su gas como para no quedar aislada diplomáticamente. Lo que vale por decir que ya no es posible afirmar que una negociación con ella equivaldría a recompensar su invasión.
¿Tan difícil es comprender varias cosas a la vez, por más que parezcan contradictorias? Se puede defender el derecho del pueblo ucraniano a su soberanía y a la vez advertir que un aplastamiento “humillante” de Rusia favorecería, si la humanidad logra sobrevivir, la hegemonía de Estados Unidos. Porque es este país el que domina la OTAN, el que entrega miles de millones de dólares en armas a Ucrania y el que busca de ese modo debilitar a un rival estratégico del bloque occidental. El lugar que ambos adversarios ocupan en el orden internacional explica además que numerosos Estados del sur puedan considerar, sin mostrarse solidarios con la agresión rusa, que Moscú representa un factor de equilibrio geopolítico cuyo derrumbe resucitaría la hibris estadounidense, con todos los peligros que ello conlleva para los eventuales recalcitrantes.
La política de sanciones, sin legitimidad jurídica y a menudo impuesta por Estados que se ven obligados a actuar así contra su voluntad, agrava este temor al tiempo que contradice la cantinela occidental sobre las “reglas” y el “derecho”. Es casi desconcertante que los Estados europeos se hayan sumado a ella con semejante entusiasmo, cuando ellos mismos fueron víctimas de un desafuero jurídico llamado “extraterritorialidad” al imponerles Washington el pago de multas colosales por haber comerciado con Cuba e Irán, a los que solo Estados Unidos había decidido sancionar atropellando el derecho internacional (7).
La guerra de Ucrania debe acabar con una solución diplomática. De momento, no se ven señales de ella. Rusia, en efecto, acaba de anexionarse territorios que un día deberá abandonar para dar paso a un acuerdo. Y el Gobierno ucraniano ha anunciado que se niega a negociar con el presidente Putin. Ante un estancamiento de este calibre, los no beligerantes deberían abstenerse de fanfarronadas a propósito de un frente en el que son otros los que mueren, y ponerse de acuerdo con los países a los que Kiev y Moscú todavía escuchan para imaginar con ellos los términos de un acuerdo aceptable para rusos y ucranianos. Los países occidentales que ayudan a Ucrania a defenderse también deben hacerle entender que las armas que le entregan no le servirán para una reconquista de Crimea que a Moscú no le entraría en la cabeza aceptar, mucho menos para emprender operaciones en territorio ruso. Asimismo, debe abandonarse la idea poco realista de juzgar al presidente Putin por crímenes de guerra, teniendo en mente que su antiguo homólogo George W. Bush dedica su jubilación a la pintura de cuadros al óleo en su rancho de Texas. Por último, siendo que Joseph Biden hizo mención el pasado 6 de octubre a la “perspectiva de un apocalipsis”, uno quisiera tener la seguridad de que el presidente estadounidense está dedicando toda su imaginación no a sobrevivir a este, sino a evitarlo. También para Ucrania, un alto el fuego y un conflicto congelado valen más que un invierno nuclear (8).
En este asunto, la inexistencia de la izquierda deja pasmado. Carece de peso, se calla o dice lo primero que se le viene a la cabeza. Resurge la visión de una guerra civilizatoria, vuelven a ponerse en funcionamiento las centrales eléctricas de carbón, se disparan los gastos militares… ¿Dónde se ha metido la izquierda? ¿Qué opina de todo ello? ¿Qué solución diplomática vislumbra? La sabíamos dividida a propósito de cuestiones de estrategia económica, de símbolos culturales o de clientela electoral, pero la guerra de Ucrania confirma que la división en materia de política exterior es aún peor, un ámbito en el que le queda todo por hacer o por deshacer, suponiendo que el tema le interese un poco...
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(1) George F. Kennan, Russia and the West under Lenin and Stalin, Little, Brown and Company, 1961 (en su edición en castellano: Rusia y Occidente bajo Lenin y Stalin, Ediciones Selectas, Buenos Aires, 1962). Citado por Tariq Ali, Winston Churchill, His Times, His Crimes, Verso, Londres, 2022.
(2) Léase Serge Halimi y Pierre Rimbert, “Un voluptuoso lavado de cerebro”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2022
(3) Discurso del presidente John Kennedy en la American University, Washington D. C., 10 de junio de 1963.
(4) Edwy Plenel, L’épreuve et la contre-épreuve, Stock, París, 2022.
(5) Stathis Kouvelakis, “La guerre en Ukraine et l’anti-impérialisme aujourd’hui”, Contretemps, 7 de marzo de 2022, https://www.contretemps.eu
(6) Cfr. Vladyslav Starodubtsev y Ashley Smith, citados en La Révolution prolétarienne, n.º 818, París, septiembre de 2022.
(7) Léase Jean-Michel Quatrepoint, “En nombre de la ley… estadounidense”, Le Monde diplomatique en español, enero de 2017.
(8) “The war in Ukraine could lead to nuclear war”, entrevista con Anatol Lieven, en Jacobin, Nueva York, 3 de octubre de 2022.
Serge Halimi